EL MINISTERIO DEL RELATO
Yo entré por la puerta lateral, esa que no sale en las fotos. La moqueta olía a polvo caliente y a colonia de asesor joven; los pasillos, a secreto resobado. El letrero 'Señorías' colgado sobre la sala de plenos parecía un chiste privado. Me ajusté la acreditación con esa humildad del intruso profesional: soy negro literario, escribo discursos que otros leen como si hubieran parido la idea en la ducha.
A primera hora, Comisión de la Transparencia. Puertas cerradas, cristal esmerilado. Don Eusebio —bigote de archivo, voz de abuelo de telediario— presidía con pulso de antiguo opositor.
—Comencemos —dijo—. Puntos del día: simplificar la burocracia, rendición de cuentas y… narrativa pública. Yo subrayé 'narrativa' en mi libreta. Me habían contratado por eso: poner música a los balances, orden a lo que no lo tiene.
Del fondo surgió una diputada con chaqueta impecable y sonrisa de titular.
—La ciudadanía quiere claridad —proclamó—. Haremos un portal único, un cuadro de mando, un mapa interactivo.
—Y un vídeo —añadió otro, con voz de tráiler—. Cincuenta segundos. Subtítulos grandes. Música épica.
—¿Quién lo narra? —preguntó Don Eusebio, mirando de reojo.
Yo levanté la mano con la naturalidad del que ya ha visto la película.
—Se narra solo —dije—. Se cuenta en primera persona del plural: ‘Hemos logrado’,
‘Estamos consiguien…’. El plural incluye y disuelve.
Tomaron nota. Alguien propuso medir la transparencia con un índice que nadie entendiera pero que diera bien en rueda de prensa. Aplaudieron.
La segunda reunión era de presupuestos. Se hablaba de partidas con nombres amables: 'cohesión', 'resiliencia', 'proximidad'.
—¿Y las dietas? —preguntó un diputado con acento de provincia.
—Se mantienen —contestó una secretaria con traje gris—. Kilometraje, manutención, conectividad.
—¿Conectividad?
—Tarifa plana de relatos —respondió sin pestañear—.
Externalizada, por supuesto.
Yo sonreí hacia dentro. Al fin, estaba en un lugar donde mi oficio tenía
partida propia: salario emocional, factura real.
En el pasillo, los periodistas aguardaban como pescadores de ribera. Cuando se abrió la puerta, les llegó el primer banco de peces.
—¿Qué han acordado?
—Avances —dijo la diputada impecable—. Un antes y un después.
—¿Concretos?
—Estamos en ello. Hoja de ruta, cronograma, hitos.
El micro, cubierto con espuma, rozó mis nudillos. Yo ya tenía el estribillo listo: ‘mirada larga’, ‘escucha activa’, ‘pacto social’. Las palabras entraron en la cámara como si flotaran solas. Los rótulos, esta vez, serían generosos.
A mediodía, almuerzo institucional. El comedor tenía esa luz que parece gestionada por un algoritmo; la cubertería, peso de museo. Don Eusebio me llamó con un gesto de párpado.
—Muchacho —dijo—, necesitamos un cuento que nos aguante el invierno. Sencillo, moralmente comestible y que cierre bien el telediario.
—¿Tema?
—Lo de
siempre: futuro, empleo, unidad. Y una dosis controlada de épica doméstica.
Yo saqué el cuaderno. Él partió el pan con una seriedad casi litúrgica.
—Y no olvides la frase de cierre —musitó—. Esa que repiten los tertulianos sin saber de dónde salió.
Por la tarde, sesión de control. La oposición afiló el colmillo y pidió papeles, contratos, detalles. El portavoz del Gobierno recitó la partitura que yo había impreso por la mañana: ‘Hemos aprendido de los errores’, ‘Nadie quedará atrás’, ‘El diálogo es nuestra brújula’. Cada vez que un dato no cuadraba, la bancada oficialista aplaudía como quien lanza confeti para tapar un bache. Un diputado joven, con camisa remangada, estrenaba carisma: prometió una ley contra la pereza, otra contra la desafección, y una reforma del tiempo para que el pasado dejara de molestar. El presidente de la Cámara pidió contención; los fotógrafos pidieron más.
Entre preguntas y réplicas, los mensajes de mi móvil abrían en canal la realidad: el grupo de asesores celebraba con emoticonos el clip más viral; el de comunicación pedía un hilo explicativo ‘que no parezca hilo’; el community quería una ‘anécdota humana’ para cerrar el día. Yo pensaba en mi madre, que siempre quiso que yo fuera notario, y en lo cerca que estoy: doy fe de lo que no pasó como si hubiera pasado.
Al caer la tarde me tocó redactar la pieza grande: diez párrafos, tono de anuncio de servicio público, promesa con ribetes legales. Los dedos corrieron solos. A veces la lengua del poder es una autopista sin peaje: basta con no decir nada de forma hermosa. Cambias ‘recorte’ por ‘priorización’, ‘fracaso’ por ‘aprendizaje’, ‘improvisación’ por ‘flexibilidad’. El mapa se vuelve paisaje.
Me crucé entonces con la diputada impecable en el ascensor
. —¿Cómo va el cuento? —preguntó.
—Respira por sí mismo —dije.
—Que dure hasta las elecciones.
—Depende de ustedes —sonreí—. Y de la música.
Nos miramos en el espejo del techo: dos personajes a punto de salirse del encuadre. Ella se acomodó el flequillo; yo, el cinismo.
Antes de irme, Don Eusebio me hizo pasar a su despacho. Estanterías de madera oscura, fotos con manos que ya no mandan, una bola del mundo ligeramente torcida hacia el Atlántico.
—¿Sabe cuál fue mi primer sueldo? —preguntó, sin esperar respuesta—. Dietas de una comisión que no llegó a reunirse.
—Eficiencia administrada —dije.
—Gestión de expectativas —corrigió, con una media sonrisa—. La política es eso: administrar hambre con pan tierno.
Se quedó pensando, como si midiera las palabras en báscula oficial.
—Muchacho, a la gente le gusta escuchar. Y nosotros lo sabemos. Por eso existe su puesto.
—Y el suyo —pensé, pero no lo dije.
Me despedí por la misma puerta lateral. La tarde dejaba una luz de pasillo infinito y un rumor de ventilación central. En el patio, un chófer calentaba el motor con paciencia de funcionario. Yo conté mentalmente mis horas: reunión, titulares, hilo, pieza grande. Todo en orden. Saqué la factura del borrador, añadí ‘asesoría de narrativa pública’ y redondeé hacia arriba: la épica también paga IVA.
En el metro —un señor discutía con un cartel electoral que le prometía un mañana repetible— abrí el móvil. El clip del portavoz acumulaba corazones como si fueran votos; el hilo ‘que no parece hilo’ recibía explicaciones de desconocidos que se habían aprendido mis frases; el periódico digital titulaba con mi cierre prestado. Me quité por fin la acreditación. Sentí el cuello libre como cuando uno suelta una corbata imaginaria.
En casa, ya de noche, puse el documento final en la nube. Nombre del archivo: 'Cierre_telediario_definitivo_v12'. Guardé también una nota para mañana: 'Inventar metáfora sobre país que se hace la cama y se queda dormido encima'.
Apagué la pantalla. La habitación quedó en silencio de comité disuelto. Y, sin vergüenza, lo pensé con la claridad que da la pobreza bien administrada: ellos viven del cuento. Yo también.
«Que se predicara únicamente en la lengua materna del país.» (Esta frase es de Joan Terès i Borrull, nacido el 29 de setiembre de 1548 y, aunque su lengua materna era el catalán, la dijo en castellano; era virrey de Catalunya y se debía al idioma patrio. Para que luego digáis que los catalanes no tenemos rey… y no lo tenemos: tuvimos virrey)
Su corazón cumple hoy 85 años; estoy pensando que tenía razón al decir que era gitano y no de la Apulia italiana.
Caravana al pit
Va marxar abans que el sol m’atrapés a la finestra. El cor, que és un nòmada tossut, plegà la tenda i em va deixar la pell plena de pols daurada. Vaig intentar negociar: promeses, claus, un llit fet. Ell va riure amb dents de moneda i es va penjar un mocador roig. A fora, la ciutat batia el ritme d’un pandero i jo vaig seguir les roderes, però només hi havia aire i una olor de carbó apagat. Encara batega lluny; quan torna, mai pregunta d’on vinc.
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