YACIMIENTOS
DE BOLSILLO
El día que el móvil de
Abril murió, en casa guardaron un minuto de silencio y luego lo tiraron al
cajón de los “por si acaso”, que era la antesala del cubo de basura.
—Se ha ido un héroe
—dijo su padre, tocando la pantalla negra—. Ha aguantado tres años. Eso hoy es
como cumplir noventa.
Abril se limitó a
encogerse de hombros. Tenía once años, un segundo de atención por aplicación
abierta y la sospecha de que la vida sin notificaciones era una especie de Edad
Media con wifi.
El móvil no murió de
viejo. Murió de caída tonta encima del lavabo. Un resbalón, un reflejo lento,
un chapuzón breve y una lista interminable de “no se puede encender este
dispositivo”.
—No lo tires aún
—protestó Abril cuando vio a su madre acercarse al cubo—. Tiene mis fotos.
—Las tienes en la nube,
cariño.
La nube. Ese cielo
digital donde acababan los recuerdos cuando se apagaba la pantalla.
Esa misma tarde, en el
colegio, les anunciaron una salida “muy especial” al día siguiente: visita a
una planta de reciclaje de residuos electrónicos. Los niños pusieron la misma
cara que si les hubieran propuesto visitar una gestoría un martes a las ocho de
la mañana.
—Es importante que
veáis qué pasa con vuestros móviles cuando “se mueren” —insistió la tutora—. No
desaparecen.
Abril levantó la mano.
—¿También veremos qué
pasa con mis fotos?
—Eso es otra excursión,
a otra nube —respondió la maestra, sin humor.
La planta estaba a las
afueras, en un polígono donde todas las naves parecían tristes y necesarias. El
autobús se detuvo frente a un cartel donde ponía en letras verdes: “Del residuo
al recurso”.
—Parece un eslogan de
terapia —susurró Abril a su amiga Nora—. Del ex al amigo.
Los recibió un hombre
con casco, chaleco reflectante y sonrisa de funcionario en día de visitas. Se
llamaba Tomás y olía a metal, polvo y café recalentado.
—Bienvenidos a vuestra
mina —dijo, abriendo los brazos—. Porque esto, chicos, es una mina. La mina de
vuestro futuro, literalmente.
Les hizo pasar a una
sala de cristal desde la que se veía una cinta transportadora llena de móviles
destripados, ordenadores obsoletos, tabletas con pantallas rotas, todo
avanzando hacia máquinas que trituraban, separaban, clasificaban. Era como ver
un cementerio de tecnología a cámara rápida.
—Os voy a contar un
secreto —empezó Tomás, apoyando las manos en la barandilla—. No sois muy
conscientes de la cantidad de metales preciosos y raros que contiene un
teléfono móvil.
Abril miró aquellos
cuerpos de plástico y metal con una curiosidad nueva, como quien descubre que
el peluche del cuarto tiene doble fondo.
—De cada millón de
smartphones que reciclamos —continuó— recuperamos unas diecisiete toneladas de
cobre, trescientos kilos de plata y treinta kilos de oro.
—¿Oro de verdad?
—preguntó alguien al fondo.
—Oro del que brilla y
se vende, sí —confirmó Tomás—. Y plata de la que le gustaría llevar a vuestra
madre en las orejas, y cobre de ese que se roban de las obras.
Risitas. La palabra
“robar” siempre funcionaba.
—Eso significa que los
teléfonos que salen al mercado cada año llevan dentro plata y oro por valor de
unos… dos mil quinientos millones de euros.
Hubo un silencio raro,
distinto al de la clase cuando preguntaban quién no había hecho los deberes.
Era un silencio de cálculo mental colectivo. Dos mil quinientos millones.
Muchos ceros.
—O sea que… —Nora alzó
la voz—… que mi móvil vale más de lo que dice mi padre cuando protesta.
—El tuyo, el de tu
padre, el de tu abuela y el del vecino del quinto —dijo Tomás—. Pero el truco
está en que no es el oro que imagináis, en pepitas y lingotes. Es oro en
miniatura, pegado, distribuido en capas finísimas, mezclado con otros metales.
Como si el planeta hubiera decidido esconder sus tesoros en objetos que
cambiáis cada dos años porque sale un modelo nuevo con la cámara un poco mejor.
Se giró hacia ellos,
meditando si soltar o no la siguiente bomba de datos. Decidió que sí.
—De los ochenta y tres
elementos no radiactivos que hay en la tabla periódica, al menos setenta están
en un móvil. Dicho de otra manera: de todos los elementos estables que existen
en el universo, el ochenta y cuatro por ciento se encuentran en ese cacharro
que usáis para hacer vídeos verticales.
—¿En serio? —Esta vez
fue Abril.
—En serio. Y entre
ellos hay un grupo que se llama tierras raras. Son metales con nombres que
parecen personajes de ciencia ficción: neodimio, disprosio, terbio… Sin ellos
no tendríais pantalla táctil, ni vibración, ni ese altavoz que usáis para poner
reguetón en el autobús.
—Yo no pongo reguetón
—murmuró Abril, ofendida por la generalización.
—En un móvil podemos
encontrar dieciséis de los diecisiete metales raros que hay en la naturaleza
—prosiguió Tomás. Subrayó el número en una pantalla con una especie de puntero
láser—. Todos menos uno: el prometio. Ese no, porque es radiactivo y, aunque algunas
decisiones de diseño sean un poco suicidas, todavía no hemos llegado a tanto.
Algunos chicos rieron.
Otros anotaban cosas, como si el examen del trimestre fuera a ser sobre
neodimio y no sobre los Reyes Católicos.
April se quedó mirando
la cinta. Su viejo móvil, el ahogado, todavía estaba en el cajón de casa,
intacto, con el cuerpo lleno de metales preciados y raros. Ahí, parado. Muerto
y valioso. Un cadáver de lujo.
En la siguiente sala,
Tomás les enseñó cubos llenos de fragmentos separados: trozos de plástico,
polvos metálicos, pequeñas virutas brillantes.
—Esto, si lo miras
rápido, parece basura —dijo—. Pero es un yacimiento. Un yacimiento de bolsillo.
Hemos pasado siglos agujereando montañas, ríos, selvas enteras para sacar estos
elementos, y ahora resulta que el mayor depósito está en vuestros cajones y en
nuestros contenedores.
—¿Y por qué no se
reciclan todos? —preguntó Abril.
Tomás la miró con una
mezcla de cansancio y ternura, esa mirada de adulto que sabe que la respuesta
oficial y la verdadera no son la misma cosa.
—Porque cuesta —dijo
primero—. Cuesta dinero, organización, voluntad política… Y porque nos hemos
acostumbrado a que sea más fácil comprar uno nuevo que reparar el viejo. Igual
que pasa con muchas personas, si te fijas.
Ese último comentario
flotó un segundo en el aire. No todos lo entendieron, pero Abril sí sintió un
pinchazo incómodo. Pensó en su abuelo, al que habían “jubilado” de la empresa
como si fuera un televisor sin HDMI.
—Además —añadió Tomás—,
hay un problema de apego. Nos encariñamos con los móviles como con los perros,
pero luego los cambiamos como de calcetines. Y algunos ni siquiera llegan aquí.
Se quedan en el cajón, esperando un “por si acaso” que nunca llega.
Abril tragó saliva.
Sentía que el cajón de su habitación había sido descubierto por un inspector de
conciencia.
Al final de la visita
les dieron un folleto con dibujos de la tabla periódica y, en la última página,
un eslogan: “Cada móvil reciclado es una mina que no se abre”.
De vuelta en el
autobús, todos estaban pendientes de sus pantallas, ironía pura. Tomás los
observaba desde la puerta, mientras el vehículo arrancaba.
—Los queremos
conectados, pero no tanto —murmuró para sí.
Abril miró por la
ventana. Las naves del polígono se alejaban y pensó en minas, en montañas
huecas, en ríos desviados. Costaba imaginar que toda esa destrucción cupiera
ahora en un aparato tan fino como una libreta.
Nora le dio un codazo.
—Tía, ¿te imaginas un
anillo con todo el oro de los móviles de tu clase?
—Sería un anillo
maldito —respondió Abril—. Cada notificación te haría más tonta.
Rieron, pero la
pregunta se quedó rondando: ¿cuánto valía de verdad un móvil? ¿Los euros de la
tienda, el oro escondido, las fotos que guardaba, las horas de tiempo que se
tragaba?
Esa noche, al llegar a
casa, Abril fue directa al cajón. Allí estaba, boca arriba, con la pantalla
rajada como si alguien hubiera dibujado un rayo encima. Lo cogió con cuidado.
Pesaba poco, pero ahora le parecía pesado de otra manera, como si el planeta entero
tirara un poco hacia él.
—¿Qué haces con eso?
—preguntó su madre desde el pasillo.
—Llevarlo a la mina
—contestó Abril.
—¿A la planta de
reciclaje?
—Sí. Dijeron que se
podían llevar al punto limpio del barrio, ¿no?
La madre asintió, algo
sorprendida.
—Mañana te acompaño.
Abril se metió en su
cuarto. Se sentó en la cama y se quedó mirando el móvil apagado como quien mira
una caja fuerte sin combinación.
—Dicen que tienes
setenta elementos, dieciséis tierras raras y un montón de oro microscópico —le
susurró—. Y yo pensaba que solo tenías mi vida entera ahí dentro.
Abrió el cajón de la
mesita y sacó un cuaderno con tapas blandas, de los de toda la vida. Empezó a
copiar, a mano, los nombres de las pocas cosas que echaba de menos del móvil: “Chats
con la abuela”, “Fotos del verano en la playa”, “Nota de voz donde papá canta
fatal”.
Con cada línea, el
móvil parecía menos imprescindible. No menos valioso, pero sí menos dueño de
nada.
Cuando terminó, lo dejó
sobre la mesa, junto al cuaderno y al folleto de la visita. Encima, escribió
con rotulador:
YACIMIENTO
PERSONAL: NO TIRAR SIN PENSAR
Lo miró un instante,
indecisa. Podía guardarlo otros tres años, por si acaso. Podía olvidarlo en un
cajón e inaugurar, sin saberlo, un pequeño yacimiento privado de cobre, plata,
oro y otro montón de cosas difíciles de pronunciar.
O podía aceptar que,
tal vez, la mina importante no era la que llevaba en el bolsillo, sino la que
llevaba en la cabeza cuando empezaba a hacerse preguntas.
Apagó la luz. En la
oscuridad, el móvil muerto no brillaba, no vibraba, no pedía atención. Ni
siquiera servía ya de despertador.
Desde la calle llegaba
el ruido sordo de la ciudad: coches, voces, vida analógica. Abril se dijo que,
a lo mejor, el verdadero lujo era aprender a no cambiar de pantalla cada vez
que algo se estropeaba.
Al fin y al cabo —pensó
mientras se quedaba dormida—, si casi todo el universo cabe en un móvil, igual
también caben dentro nuestras contradicciones. Pero lo que decidimos hacer con
él… eso, por ahora, sigue sin poder reciclarse.
«Tenemos demasiado
progreso tecnológico, la vida es demasiado frenética y todo se orienta a más
comodidad. Todo eso mata el alma: mata la compasión, la comprensión, la
nobleza» (Podríamos subscribir esta frase hoy cualquiera de nosotr@s; sin
embargo la cita se pronunció entre el 16 de noviembre de 1906 y el 29 de julio
de 1973 por Henrí Charrière más conocido como Papillón de profesión, su fuga)
Hoy cumple 60 años y tiene buena voz. A mi me gustaba más su padre. ¿No?
La versión de papá:
La
zamba que no penja
La nit
s’esfilagarsa damunt del barri i jo fregeixo la cassola taral·lejant una zamba
que no és d’aquí. La vaig aprendre del pare, exiliat de somnis, que la xiulava
mentre cosia silenci a les seves pors. “Quan s’acabi l’esperança, s’acabarà la
cançó”, deia. Ara el mòbil s’il·lumina damunt la taula, ple de missatges i
factures, però cap notícia d’ell. Igual canto: si la zamba continua, potser la
seva esperança també.

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