Me lo dijo sin épica, como quien te presta una chaqueta en la puerta: el dolor no hace cola ni pide turno. Viene a oleadas.
Yo estaba bien. Bien de verdad: fregando un vaso, con el agua tibia resbalándome por los nudillos, oyendo a la vecina arrastrar una silla como si afinara un violín torpe. Y entonces —sin aviso— una palabra se soltó de algún rincón de la cocina. Tu nombre. O el mío dicho con tu voz. No sé.
La ola entró por el pecho. Subió. Se llevó el aire. Me dejó de pie, con el vaso temblando, ridículo y entero a la vez: adulto, funcional, y roto como un plato barato.
Antes me habría regañado. ¿Cómo puedes seguir así? Como si la tristeza tuviera calendario, como si hubiese una fecha de entrega para dejar de querer.
Pero ese día hice otra cosa: apoyé la frente en el armario, noté el frío de la madera en la piel y me quedé. Sin luchar. Sin negociar. La ola golpeó, retrocedió, volvió a intentar arrancarme algo… y no encontró pelea.
Cuando pasó, no me sentí mejor.
Me sentí vivo.
Y por primera vez entendí lo único que sirve: no hay un “ya”. Hay minutos. Hay respiraciones. Hay mareas que vienen y se van.
Y tú, de algún modo, también.
«La primera batalla siempre es contra uno mismo. Quien la pierde, pierde la última.» (La frase es de Dobrica Cosic nacido el 29 de diciembre de 1921; por la frase seguro que no hacía libros de autoayuda)
A sus 44 años que cumple hoy y con la autoestima por las nubes. Así se ha de acabar el año; al menos eso dice mi terapeuta.
Crec en mi (quan no em surt ningú a favor)
A l’ascensor, el mirall em torna la cara de sempre: cansada, una mica enfadada, una mica viva. A baix, al carrer, algú em diu “no valdràs mai” amb la mateixa naturalitat amb què encén un cigarret. I jo, que abans m’hi hauria ofegat, noto una cosa rara: aire entrant net als pulmons, el pes dels peus ben plantats, la pell que decideix no tremolar.
M’abaixo el volum del món. I me’l pujo a mi.

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