EL CRUJIDO QUE YA NO DESPIERTA
La primera vez que escuché al lago rugir, pensé que era Dios abriéndose paso a codazos entre las montañas. Tenía seis años, dormía junto a mi abuela, y el sonido —¡gon-gon-gon!— me arrancó del futón como si me hubieran estirado de la nuca. Ella no se inmutó. Solo murmuró: “Ha vuelto”.
Desde entonces, cada invierno de mi infancia se midió en Miwataris. La cresta sagrada partía el lago Suwa como una espina dorsal de hielo, y nosotros —devotos o no, pescadores, monjas, borrachos, escolares— acudíamos en procesión, envueltos en capas de lana y superstición. Mi padre decía que era el camino del dios que iba a ver a su esposa del otro lado. Mi madre decía que el dios se había quedado viudo hacía siglos pero seguía cruzando por costumbre, como hacen los viejos con los hábitos.
Después vino el silencio.
Primero, las crestas se achicaron. Luego, se retrasaron. Y un año simplemente no aparecieron. Ni una grieta. Ni un crujido. Solo el lago, abierto y mudo, como si hubiera olvidado su papel en la obra. Eso fue hace siete inviernos. Algunos dicen que fue coincidencia. Yo digo que fue aviso.
Soy Miyasaka, el sacerdote del santuario Yatsurugi. Mi familia lleva agitando ramas de acebo desde que los cerezos aún no se llamaban sakura. Tengo 74 años y aún cada enero, antes del alba, bajo al lago con mis feligreses. Algunos me preguntan por qué insisto si el hielo no aparece. Les digo que hay liturgias que no requieren milagros. Basta con la espera.
Antes nos despertaba el rugido del hielo. Ahora nos despierta el zumbido del noticiero. Que si el glaciar X ha colapsado. Que si Groenlandia es ya solo un nombre bonito. Que si el lago Suwa no se congela desde hace 18 de los últimos 25 años. Que si la Tierra está con fiebre y nosotros le seguimos echando mantas de humo.
A veces siento que el dios del lago no nos ha abandonado. Solo está sordo. Sordo por tantos años de motores, de fábricas, de discursos tibios. O tal vez está esperando que nos callemos un poco. Que dejemos de fingir que el clima cambió solo porque nos dio la gana llamarle “global warming” en inglés elegante. Aquí siempre le dijimos: “El invierno ya no tiene dientes”.
Los jóvenes no recuerdan el Miwatari. Para ellos es una postal sepia, una curiosidad turística, como los kimonos que alquilan por hora en Kioto. Yo lo entiendo. El presente ruge más fuerte que cualquier grieta. Pero yo sigo yendo. Y cuando me preguntan si creo que el dios volverá, sonrío como quien ha amado a alguien que ya no lo llama.
A veces me quedo solo frente al lago, justo cuando el sol toca el agua y parece derretir incluso el recuerdo. Entonces cierro los ojos y creo escuchar algo. No es el rugido antiguo. Es un susurro. Como si el hielo, aunque ausente, aún intentara formar palabras bajo la superficie.
No me dice “adiós”. No me dice “volveré”. Me dice: “Escucha mejor”.
«El mundo no está ahí simplemente, sino que se constituye en la conciencia» (Edmund Husserl, nacido el 8 de abril de 1859 para decirnos que el mundo no sería como es sin nuestra intervención activa. En eso reflexiona Miyasaka en el relato de hoy)
Y que cumplas muchos mas de los 63 de hoy junto a tus compañeros de banda porque, sin ellos, tu guitarra tendría un sonido de lo mas estridente.
Dibuix de diumenge
La
vaig veure ballar entre estenedors, amb una samarreta gran i els peus
descalços.
Tenia els ulls oberts com un matí d’estiu i el somriure aquell que ho fa tot
començar de nou.
—Saps què vull ser de gran? —va dir.
Jo vaig assenyalar-la.
Ara fa vint anys que no la veig, però encara somriu al meu retrovisor quan torno al poble.
Mai no va ser meva, però era casa.
I encara sona aquella guitarra com si l’amor fos etern i no només un record que canta.