viernes, 22 de agosto de 2025

ACTA DE HAMBRE

Abro el periódico a primera hora, taza en mano, y me salta el titular como una bofetada con sello y membrete: la ONU declara oficialmente “hambruna” en Gaza. Leo la letra pequeña y la burocracia del hambre tiene su propia poesía gris: “catastrófica”, “fase cinco”, “proyección inminente”. ¿Eso qué quiere decir, que ya podemos mirar cómo se van muriendo de hambre oficialmente los palestinos? ¿Esas son las medidas que adoptan para “solucionar” el problema—redactarlo con buena tipografía?

Cierro el portátil. El silencio se queda pegado a la cocina como el vapor de la cafetera cuando se olvida apagarla. Enciendo la radio: titulares, analistas, la ronda de eufemismos que mira al techo mientras el suelo se abre. Lo apago. Me llega un olor a pan de la panadería de abajo, un olor que lastima. Me acuerdo de mi abuela contando lentejas como si fueran horas: “quien no sabe contar el hambre, no sabe contar la vida”, decía. Ella jamás hubiera entendido que el hambre admita sello, comité, umbral, Excel.

Salgo a la calle a por fruta. El tendero, que siempre me tutea, pregunta por cortesía: “¿Cómo va el mundo?”. Le digo la verdad: “hoy me parece que el mundo se ha quedado sin saliva”. Él me pesa dos manzanas y una bolsa de dátiles. “Para endulzar la jornada”, dice. Le pago, con vergüenza: el azúcar y la culpa siempre van en paquetes pequeños.

En el metro, una niña muerde una galleta como si fuera un secreto. Su madre le seca las migas de los labios con el pulgar. Yo, que también tengo la costumbre de mirar lo que no me concierne, imagino otras manos haciendo lo mismo bajo un toldo roto, un cielo sin ruido de aviones buenos. La imaginación es cruel: te enseña lo que no tienes derecho a olvidar.

Vuelvo a casa con la bolsa como una prueba material de mi posición en el mundo. Enciendo el portátil otra vez. Paneles de expertos. Un mapa que sangra en tonos marrones. La Clasificación Integrada de Seguridad Alimentaria dictamina, advierte, proyecta. Las palabras bailan su tango administrativo mientras la vida, en la pantalla, cabe en el hueco de una cuchara. Pienso en lo útil que sería una “declaración oficial de vergüenza” para esos días en que no te atreves a mirar. Un formulario: marque con una X si hoy prefiere seguir con su vida. Envíe.

Me preparo un café al que no le echo azúcar. Es mi pequeño castigo de cartón piedra. La cafeína sube ligera por la garganta y deja un poso metálico, como de sangre antigua. El hambre, cuando no es tuya, sabe a moneda.

Al mediodía suena el interfono. Es Rosa, mi vecina del tercero. “Oye, ¿te sobra un poco de sal? Estoy con un potaje y me he quedado corta”. Bajo el frasco como si llevara un relicario. En su cocina hierve una olla donde bailan garbanzos. El vapor empaña el cristal y deja un dibujo de isla. Rosa me cuenta que a su hija la tienen a contrato temporal otra vez, que en el súper han subido todo, que ayer cancelaron la excursión del crío por lluvia. Hay hambre también aquí, aunque no muerda. Hambre de tiempo, de sueldo que llegue a fin de mes, de excusas que no den tanta risa. Me quedo un rato removiendo con la cuchara. El potaje suena a patio interior. Sabe a boca que comparte.

Regreso a mi piso y saco todo lo que encuentro en el armario: arroz, legumbres, caldo. Empiezo a cocinar sin heroísmo, solo por no morderme las uñas frente a la pantalla. Pongo música bajita. La casa huele a sopa y a una obstinación simple. Entre hervor y hervor, vuelvo a leer los titulares, como quien vuelve a tocarse una costra. ¿Hambruna declarada? Recuerdo una frase que me dijo un amante una vez, desnudos y con la ventana abierta al ruido de la ciudad: “Nombrar no es lo mismo que hacer”. Era bueno para el cuerpo y peor para las promesas. A su manera, la ONU le da la razón.

A media tarde, cargo cuatro tuppers en una bolsa isotérmica. Bajo al local del barrio donde juntamos víveres para quien los pida sin explicaciones. En la mesa hay latas, compresas, un par de mochilas. Marta, que coordina, tiene las ojeras nuevas de siempre. “Hoy ha venido una chica con un bebé”, me dice, “se ha llevado leche en polvo y una manta”. Firmamos sin firma. Nadie nos declara nada. El frío del pasillo nos declara vivos, que ya es decir.

De vuelta, subo por las escaleras para quitarme el peso con algo de dignidad. Cada rellano huele distinto: suavizante de fresa, sofrito, tabaco. Pienso que el hambre también son esas grietas pequeñas por donde se cuela el invierno en un piso mal aislado. Pienso que la palabra “catastrófico” debería tener manos.

Anochece. Lavo los platos y apago luces, como si así pudiera ahorrar algo más que electricidad. En la mesa quedan dos dátiles. Los pongo en un plato pequeño, como se colocan los amuletos. Abro el portátil por última vez y escribo en un post-it amarillo: “No acostumbres los ojos”. Lo pego en la pantalla, en la esquina superior derecha, donde empiezan los noticieros y las excusas.

Antes de dormir, imagino una asamblea de madres que tumban comités y tramitan urgencias con una olla y un poema. Imagino una lengua nueva donde “declarar” sea sinónimo de “intervenir”, y “futuro” no se escriba en condicional. Imagino que alguien, en alguna oficina con aire acondicionado, levanta la vista del protocolo y se pregunta qué cosa humana, carnal, tocable, va a hacer con todo esto. Luego me callo: la imaginación no sirve de nada si no ensucia las manos.

Me tumbo. La ciudad late baja, como un animal cansado. Pienso en la niña de la galleta y en la que, lejos, no tuvo galleta. Pienso en mi abuela soplando la sopa para que enfriara, en su paciencia de santo laico. Apago el móvil. En la oscuridad, el hambre es una pregunta que no se va. Afuera alguien arrastra una maleta por la acera: ruedas sobre baldosas, un sonido sencillo, civil. Me digo que tal vez el mundo no necesita más declaraciones, sino menos distancia entre la taza y la boca. Y que mañana, a la hora del pan, bajaré con otra bolsa. No me tranquiliza. Pero algo, aunque poco, deja de ser oficialmente imposible.

«La finalidad del derecho es la paz; el medio para ello es la lucha» (Rudolf von Ihering, nacido el 22 de agosto de 1818 para ser jurista y filósofo y, sin embargo, dejarnos frasecitas que “deunidó”; aunque tenía y tiene más razón que un leguleyo)

Y que cumplas muchos más de los 64 de hoy y yo de ti aprovecharía para comer un poquitín más que después vienen años en los que la dislipemias no te dejarán.

 

Quilos de silenci

Prima com una promesa no complerta, entres al bar amb olor de tabac i pluja. Et miro i m’oxido: massa nits sense son, massa gots amb glaç. El bandoneó de la màquina vella suplica una redempció barata. Em regales un somriure de cartró i em demanes foc; t’encenc el cigarret i també la culpa. Sé que marxaràs abans que el llum verd dels semàfors. Jo et prometo que deixaré de perdre’t demà. Pagues amb monedes minses, desapareixes. Queden el fum, la cançó al cap i aquests quilos de silenci.


 

jueves, 21 de agosto de 2025

A NUESTRA EDAD, EL DESEO NO PIDE PERMISO

Tengo cincuenta y cinco y sigo usando pintalabios rojo como quien firma tratados. Él, Mateo, tiene cincuenta y nueve y una cicatriz en la cadera que cuenta una vieja guerra con la bici. Nos conocimos en la cola de la pescadería de Sant Antoni, peleando por el último rodaballo. Ganó él, me lo cedió, y yo le regalé una sonrisa con espinas. Barcelona olía a pan tostado y a lluvia. El deseo, a esa hora, sabía a sal.

Volvimos a vernos una semana después en mi casa: martes, ocho y diecisiete. Me gusta la precisión cuando el cuerpo va a escribir. Quedamos para “una copa”, el eufemismo más bonito de la lengua. Dejé los móviles boca abajo, como si fueran dos testigos molestos, y puse un vinilo de Sade que giró con esa paciencia de las cosas que saben esperar.

—Los hombres de nuestra edad —me dijo, sin mirar— a veces se escudan en la prudencia. —La palabra heteropesimismo flotó, sin necesidad de pronunciarla.

—Yo no quiero escudos —respondí—. Quiero piel que asume su biografía.

Tenía canas limpias, manos grandes, olor a crema de afeitar con limón y a un sudor ligero que no pedía perdón. Me besó el dorso de la mano como si fuera una reliquia doméstica. Luego me olió la nuca, despacio, y yo sentí ese clic que te despeja la cabeza mejor que un café fuerte. Mis gafas de lectura esperaban su turno, abandonadas en la mesilla.

El cuerpo, a los cincuenta, aprende economía: menos acrobacia, más verdad. Le abrí la camisa y me detuve en la clavícula, en esa esquina donde el cuello empieza a rendirse. Las luces de la calle clavaban medusas en el techo. Él me dijo “vamos lentos”, y por primera vez en años la frase no sonó a excusa, sino a promesa de duración.

Me desnudé sin teatro, con la serenidad de quitarse un día de encima. Mis estrías eran una cartografía franca. Él pasó la yema por una, como quien sigue un río en un mapa. Me apretó las caderas con ternura eficaz. No hubo prisa ni discurso, sólo respiración. Nos reímos cuando crujió mi rodilla, y esa risa abrió sitio a todo lo que vino.

El beso no imitaba nada. Gustaba a vino tinto y a hombro. Me mordió el labio inferior con oficio y yo respondí con las manos: lo giré, le apreté la nuca, lo coloqué donde una necesita. Fui directora de orquesta y cuerda pulsada a la vez. Él obedeció sin vergüenza; yo obedecí al hambre. Cuando me tocó el pecho, no fue como quien evalúa sino como quien recuerda. Pezones viejos, sí, pero tercos. Los dos sabíamos leer sin manual.

Hicimos pausas para respirar y para mirar. La mirada también toca. Mateo, a ratos, cerraba los ojos y asentía, como si quitara el freno de mano a un deseo bien aparcado. Yo le desabroché el cinturón con la solemnidad precisa y le dije al oído: —No te escondas. —Me contestó con un susurro ronco, casi agradecido: —No pienso.

Nos movimos como los que han aprendido que la épica no está en el sprint sino en sostener el pulso. Él bajó por mi vientre sin devoción falsa, con un ritmo que respetaba mis interrupciones y mis urgencias. Yo marqué el compás con las piernas. La habitación olía a limón, a sudor y a lluvia rebotando en el alféizar. El mundo redujo su volumen al de nuestras bocas.

Cuando llegó, llegó de verdad. Sin grito, con música. Se me quebró la voz justo antes de reír. A nuestra edad una sabe reconocer lo que importa: ese momento en que el cuerpo te dice “ya” y el pensamiento se sienta a mirar, obediente. Él me sostuvo la cara, yo le sostuve el temblor. Nos quedamos así, con la frente junta, respirando como dos furtivos después del atraco perfecto.

Después vino la conversación baja, la indispensable. Los cuerpos se acomodaron como dos gatos viejos. Hablamos de medicaciones —él, colesterol; yo, vitamina D— y nos dio risa esa íntima administración del tiempo. Me pidió agua y se la di en mi vaso, con mis huellas. Le dije que el martes podría convertirse en tradición. Me contestó que la prudencia, a ciertas edades, consiste en repetir lo que funciona.

En la cocina preparé tostadas. El pan crujió como si quisiera participar. Comimos de pie, desnudos, con las caderas rozándose al ritmo del cuchillo. Él me besó una miga en la comisura. El deseo, satisfecho, se volvió humor. Apagamos las luces y la ventana, empañada, nos devolvió dos siluetas que parecían recién inventadas.

—A los veinte deseaba por promesa; a los treinta, por escapar; a los cuarenta, por olvido —dije, apoyada en su hombro. —Ahora deseo por presente. Me gusta este ahora sin disculpas.

—Y sin teorías —añadió él—. Si hace falta, cito a mi cardiólogo.

—Cítalo mañana. Hoy cita mi espalda.

Nos reímos, otra vez. Nos volvimos a la cama no por inercia, sino por decisión. La segunda vuelta fue distinta: más breve, más densa. Él me pidió que guiara; guié. A nuestra edad sabemos que el cuerpo, si lo escuchas, te devuelve intereses.

Cuando se fue —tenía que madrugar—, me dejó un olor a limón y pan tostado ocupando la casa como una bandera. Abrí la ventana y respiré la ciudad sin prisa. Miré el móvil. Ningún mensaje pendiente, ninguna pedagogía del “no puedo” escrita a última hora. El heteropesimismo, por hoy, había perdido.

En mi agenda, escribí: “Martes, ocho y diecisiete: derecho a roce en vigor”. Sí, un día fijo. Sí, todas las semanas. La costumbre también puede ser una revolución. Me miré al espejo, con el pintalabios rojo un poco torcido. Corregí el trazo. El deseo, a nuestra edad, no pide permiso; se maquilla y sale a comprar pan.

«No debemos dejar atrás a la generación mayor que trabajó duro para traernos hasta aquí» (Parece mentira pero esto lo ha dicho Paethongtarn Shinawatra, nacida el 21 de agosto de 1986 siendo primera ministra de Tailandia desde el pasado año 2024  ¡Que cumplas muchos más de los 39 de hoy!)

Y que cumplas muchos más de los 41 de hoy y ya sabes los que dicen: "de los 40 para arriba ya no eres Lolita"

Perfum de neó

A la pista, el neó em pinta les galtes. Em dic Lolita perquè avui em ve de gust. El DJ em mira com si fos una pregunta sense resposta. Moc el llavi, sorbo llimona, deixo que la falda digui el que jo no. “Moi…”, murmuro i s’aixeca una onada de mirades. No busco res: només que el món se miri al mirall i se n’enamori. M’esmunyo entre espatlles, robo un encenedor, fem una festa amb la guspira. Si em perdo, crideu suau: ja em trobaré jo.