Ernest Hemingway decía que el cuento era la fotografía de un instante... Y yo tengo mucho cuento
miércoles, 15 de octubre de 2025
ENREDOS
El orgasmo
subió como un incendio bien educado: olió primero, crujió después, hasta que tu
espalda arqueó la noche y la cama se desplazó un ladrillo. Tu gemido tenía filo
de cristal y miel en los bordes; me rozó la lengua, me lamió el oído, me mordió
la cadera. Te di ritmo y pausa: una sílaba con la boca, otra con los dedos. Tu
cuerpo pidió más sin decirlo y yo obedecí como quien abre una caja negra.
La piel en la
boca sabe a verdad cuando suda. Te saboreé el hombro, el hueco de la clavícula,
la curva donde el pecho promete y cumple. Tus manos me hundieron contra ti y
pensé: así se reza, con la boca ocupada. El cuarto olía a sal y a fruta que se
ha abierto sola. El colchón hacía pequeñas confesiones, y cada crujido era un sí
que nos quitaba la vergüenza.
Entonces te
quebraste. No el placer, tú. La risa se te torció en un sollozo. Un hilo de voz
pidiendo tregua; no del cuerpo, de la memoria. Te cubrí sin cubrirte: abdomen
contra abdomen, mi boca en tu sien, mis dedos peinando tu nuca. El corazón me
golpeaba los labios. Te dije despacio: aquí. Quédate aquí.
Fue cuando lo
vi: un mechón tuyo enganchado en mi alianza, tensado como cuerda de arco.
Intenté liberarlo con paciencia de cirujano torpe. Giré el anillo, lo humedecí
con mi lengua, tiré con cuidado. Nada. El cabello insistía en quedarse y el
oro, en recordar promesas. Nos reímos bajito, con vergüenza de iglesia. Tú me
besaste el anular con un descaro dulce; esa caricia encendió otra vez la
corriente. No quise quitarme la alianza. Cobardía o liturgia, da igual: la piel
entiende otro idioma.
Volvimos a
movernos, más lento, con la cuerda floja sujetando el pulso entre tu pelo y mi
dedo. Te escuché venir como llega la lluvia: primero aire, luego trueno. Me
pediste que no parara; no paré. El mechón tiró y dolió lo justo para
recordarnos que lo vivo también engancha. Te corriste con una risa nueva y el
llanto se aflojó, obediente.
Nos quedamos
tendidos, brillantes como fruta lavada. Al amanecer, el mechón se soltó solo:
un signo de puntuación que se rinde. Lo dejé sobre la mesilla, como una tilde
que decide marcharse. Tú te vestiste sin ruido.
—Hasta luego
—dijiste, con la boca todavía tibia.
Yo apagué la
luz. La bombilla dejó un sabor a cobre. —Buenas noches —le dije a lo que fuimos
hace un minuto. No
devolvió el saludo.
«La sinceridad
es la única forma de grandeza que no depende del éxito.» (Lo que no aclaró Carlos
Vaz Ferreira, nacido el 15 de octubre de 1872, es cuántos grandes había
conocido.)
No es el más conocido de los 5 que cantan en el vídeo pero, tal vez por eso, hoy pueda cumplir 72 años y seguir moviendo el "boogie".
Excuses de purpurina
Al barri, el llum de neó feia veure que tot era veritat:
els errors, els pèls d’estrella al jersei, el teu “no” amb gust de mandarina.
Ballàvem perquè era més fàcil que parlar. Quan la bola de miralls va girar,
vaig jurar que no era culpa meva: ho era del boogie, del baix que mossegava els
turmells, del DJ que posava gasolina als malucs. Tu vas riure: “culpa el que
vulguis, però vine”. I hi vaig anar, desordenant la nit com un llamp
domesticat.
martes, 14 de octubre de 2025
MORIR
EN SOLEDAD
La tormenta llegó sin prisa y se quedó a vivir en
los techos. No abrió ninguna puerta; solo empujó el silencio hasta que se
volvió negro.
En la calle Luis Fenollet, el agua resbaló por
patios de luces donde nadie mira, se coló por una ventana que llevaba años
aprendiendo a quedarse abierta y descendió a los pisos inferiores con ese olor
agrio que anuncia cosas que preferiríamos no nombrar. Rosario, 3ºA, colocó un
cubo azul debajo de la mancha y escuchó su propio cansancio caer gota a gota.
No escribió “ayuda” en el grupo de la comunidad; escribió “gotera”. Hay
palabras que ahorran vergüenza y cobran vidas enteras.
Subieron los bomberos y la Policía Local.
Entraron al último piso con una luz que no juzgaba. El aire cambió de edad al
primer paso: olía a papel guardado, a ropa que olvidó el cuerpo, a esa dulzura
opaca del polvo cuando ya nada lo remueve. El salón conservaba un bodegón
manso: dos tazas con un aro amarillo, un televisor de caja gorda, una revista
de hace siglos con una playa que prometía descuentos. En la pared, un reloj
insistía en marcar las doce y diez. No era la hora: era la obstinación de un
minuto que no quiso aprender el futuro.
—¿Aquí… vivía alguien? —preguntó, casi en
susurro, el bombero más joven.
—Vivía —dijo Rosario—. O eso creí. Saludaba sin
detenerse. Yo tampoco insistí. No quise molestar.
La palabra quedó allí, suspendida: molestar. Una
cuerda floja que nadie pisa, a la que todos debemos algo. Molestar es tocar al
timbre, aunque tiemble la voz; dejar una sopa y sostener la mirada; preguntar
dos veces “¿estás bien?” y aguantar el silencio que devuelve la pared. Molestar
es reconocer la responsabilidad de existir al lado de alguien. No molestar, a
veces, es firmar el acta de defunción de una presencia.
En el dormitorio, la lluvia había hecho un dibujo
en el techo, una cartografía torpe de ríos sin desembocadura. La cama estaba
hecha con un pudor antiguo, como esperando una siesta que ya no llegaría. En la
mesilla, una libreta con la goma partida decía “Pilas. Luz.” Debajo, monedas
contadas, pequeñas como la paciencia. En el armario, camisas oscuras inclinadas
hacia el mismo lado, como árboles en un viento que ya pasó.
El cuerpo yacía vestido, con la dignidad callada
de lo no reclamado. Alrededor, plumas de palomas y una insistencia de insectos
que no conoce la palabra duelo. Nadie gritó. Tampoco se derrumbó nada. La
tristeza, cuando llega tarde, no salpica: empapa.
Antonio —así lo dirían después— habría tenido
ochenta y seis años. De Malagón, de regreso a Valencia por esas decisiones que
se toman un día y luego cualquiera defiende con silencios. Sin denuncias por
desaparición, sin voces pidiendo su nombre. Quince años de ausencia repetida,
de domingos sin música, de ventanas abiertas para ventilar lo que dolía o lo
que ya no dolía. La pensión siguió entrando un tiempo. Las facturas, también.
Todo en orden, salvo la vida. La comunidad arrastró una deuda; hubo papeles,
embargos, firmas: tinta moviéndose sobre una ausencia. Afuera el mundo
continuó: nuevas persianas, un kebab iluminando la esquina, el cartero dejando
folletos de alarmas que nunca protegen del olvido.
—Pensé que estaba en una residencia —dijo el
vecino del 2ºB, agarrando la correa del perro como si sujetara un pretexto—. Se
mudó sin decir nada, supuse.
—Suponemos tanto —respondió Vicent, el
presidente, con la voz desgastada—. Para no tocar la puerta.
La bombera, mujer de ojos negros cansados de ver
lo inevitable, encendió una linterna. La movió despacio, como si pidiera
permiso a las paredes. La luz encontró un vaso con un diente postizo, una
navaja de afeitar envuelta en papel de estraza, un calendario de feria detenido
en junio de otro año. Detrás del vidrio, una foto recortada: un hombre en una
barandilla de playa. Daba la impresión de escuchar. Por detrás, tinta azul:
“Malagón”.
No hubo épica. Solo trabajo de domingo: levantar
un registro, llamar a quien corresponde, cubrir el cuerpo con un respeto que no
repara la demora. Afuera seguía lloviendo. Adentro, cada cosa parecía repetir
la misma frase, apenas audible: “yo estuve aquí”.
En la escalera, el ruido de las botas contra los
peldaños se volvió raro, casi una procesión. La culpa, cuando no encuentra
palabras, aprende a gruñir desde los ascensores. El chat de la comunidad
explotó con teléfonos de seguro, gifs de tormenta, un “qué pena” que buscaba
manos para no caerse. Nadie escribió el nombre de Antonio. Es más fácil hablar
de la lluvia.
Rosario subió luego, sola. Sobre el felpudo sin
nombre dejó un tupper de caldo. Tocó el timbre. Un gesto absurdo, tardío, pero
humano. Bajó con los ojos húmedos y una decisión que en otros días habría
guardado por vergüenza: mañana tocaría tres timbres al azar. No pediría azúcar
ni sal para disimular. Diría su nombre y el piso, ofrecería una copia de llave
“por si acaso”, preguntaría si hay alguien al otro lado. Si la rechazaban, que
la rechazaran mirándola. Hay derrotas que sostienen un edificio más que
cualquier viga.
Vicent imprimió un papel, lo fijó con chinchetas
en el tablón: “Jueves, 20:00. Portal. Traed algo.” Hubo respuestas suaves:
quien trabaja, quien cuida, quien no puede. Hubo también dos síes tímidos y una
tortilla. Parecía una reparación mínima, casi ridícula. Pero, como el primer
cubo bajo la gotera, era exactamente el gesto que inaugura un después.
Al caer la tarde, la ciudad se recogió en su olor
a tierra lavada. El agua, agotada, dejó un silencio de orilla. Luis Fenollet
crujió con ese cansancio que guardan las calles viejas, donde el tiempo tiene
memoria de patio. En el último piso, la cortina de la ventana abierta se movió
con parsimonia. Si uno escuchaba con paciencia, no era el viento: eran quince
años tratando de decir algo en un idioma que habíamos olvidado.
El reloj mantuvo su pequeña mentira exacta: doce
y diez. No marcaba la hora de la muerte; marcaba la hora hipotética de una
visita. Esa en la que alguien cruza el rellano con una sopa, con una bolsa de
naranjas, con una pregunta que duele. La soledad tiene relojes así: no miden
minutos, miden renuncias. Y cuando llega la lluvia, esas renuncias se vuelven
ríos.
No habrá flores en el portal. Quizá alguien deje
una vela. Tal vez el administrador encuentre, en algún cajón, un papel con
números repetidos tres veces, un teléfono antiguo con voz de cintas. Tal vez
nadie responda. Lo cierto es que el edificio, esa tarde, envejeció de golpe.
Como si todos hubieran entendido que la palabra vecino también es una forma de
promesa.
En el chat, alguien escribió: “Si necesitáis
algo, estoy”. No era un eslogan ni un formalismo. Era una mano tímida, y, por
una vez, pareció suficiente para empezar. Rosario contestó con un “gracias” sin
emoticonos. El vecino del 1ºC agregó: “Llevo pan.” Hubo un silencio que no
pesaba. Un silencio que, por fin, no estaba vacío.
La lluvia cesó. Quedó el goteo tenue de los
grifos mal cerrados y el rumor simple de las neveras. La ciudad volvió a su
ruido. Y sin embargo, en el último piso, algo siguió hablando: el espacio que
dejó un hombre al marcharse sin despedirse, la silla que aún guarda su postura,
la ventana fiel que le ventiló la ausencia, la pared que sostuvo los años en su
exactitud cruel.
Doce y diez. Tal vez mañana otro reloj aprenda
una hora nueva.
«Llevamos negociando mucho tiempo… Si queremos negociar, debemos hacerlo
en serio y ambas partes deben esforzarse por llegar a un arreglo. En una
negociación, ninguna parte debe amenazar.» (Le Duc Tho nació el 14 de octubre de 1911 para ser el primer –y
único- galardonado con el premio nobel de la paz que lo rechazaría. Fue en 1973
cuando en nombre de Vietnam negociaba con un tal Henry Kissinger el fin de otra
guerra. Añadiría a la frase que ninguna de las dos partes debe salir derrotada
de una negociación de paz. Ambas deben salir victoriosas.)
No sé si tendrá posibilidad de mejorar su voz con más de 37 años que son los que cumple hoy. Si es así, dejo lo que estoy haciendo ahora y me voy a buscarla... la canción, por supuesto.
L’endemà dins la veu
El
mirall no negocia: avui m’hi veig dreta.
Omplo la bossa amb silencis que ja no vull i deixo les claus com un escut
cansat.
Baixo escales amb el pols a compàs: cor, passos, porta.
A fora, l’aire té gust de metall i promesa.
Et truco només per dir “prou”: la meva veu no tremola, és una corda nova que
vibra.
Camino cap al mar, sense mapa; la pell recorda el sol, la boca aprèn el meu nom.
Aquesta vegada, sí: me n’aniré i em quedaré amb mi.