YO AHORA BEBO TÉ MATCHA

Eduardo y Fernando aprendieron a escribir su nombre en la misma mesa de plástico del parvulario. Compartieron lápices mordidos, rodillas peladas y ese descubrimiento solemne de que dos más dos eran cuatro… salvo en los exámenes, que a veces salía otra cosa.
Luego vinieron el instituto, los primeros granos, los primeros amores, las primeras borracheras discretas. Más tarde, la universidad, el trabajo, las hipotecas, los niños con nombres cuidadosamente elegidos y ojeras sin glamour.
Y un día, después de cinco años sin verse, se cruzaron en la calle.
—¡Hombre, Fernando! Cuánto tiempo… ¿cómo estás? —dijo Eduardo, ajustándose la corbata como si hubiera ensayo general.
—¡Muy bien! ¿Y tú?
—Bien, bien. Tirando.
—Oye, que me coges con un poco de prisa. Te llamo un día de estos, tomamos un café y nos ponemos al día, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Nos llamamos. ¡Hasta luego!
No se llamaron.
Pasaron diez años. Diez navidades, diez listas de propósitos incumplidos, diez veranos jurando que el próximo sería distinto. Y volvieron a encontrarse en la calle.
—¡Eduardo! Cuánto tiempo… ¿cómo estás? —ahora era Fernando el de las canas en las sienes.
—¡Muy bien! ¿Y tú?
—Bien, bien.
—Oye, que me coges con un poco de prisa. Te llamo un día de estos, tomamos un café y nos ponemos al día, ¿te parece?
—Perfecto. Nos llamamos. ¡Hasta luego!
Tampoco se llamaron. El café seguía ahí, en ese futuro cómodo donde se aparcan las cosas importantes.
Pasaron otros diez años más. El futuro se había encogido y ellos también. Esta vez se encontraron cerca del ambulatorio, con más farmacia que escaparate alrededor.
—Hola, Fernando. Cuánto tiempo… ¿cómo estás?
—¡Muy bien! ¿Y tú?
—Bien, bien —mintió Eduardo. Esa mañana le habían dicho que su cáncer era de los que no negocian prórrogas.
—Oye, que me coges con un poco de prisa. Te llamo un día de estos, tomamos un café y nos ponemos al día, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Nos llamamos. ¡Hasta luego!
Esta vez, Eduardo no dejó que el “día de estos” se evaporara. No pasaron ni cuarenta y ocho horas antes de marcar el número de Fernando. Quería, al menos, llegar a tiempo para despedirse de su amigo de toda la vida.
Saltó el contestador. Eduardo tragó saliva y habló:
—Fernando, soy Eduardo. Esta vez sí que toca ese café. Llámame cuando escuches esto. No quiero que se nos vuelva a pasar, ¿vale?
Colgó con una mezcla rara de alivio y miedo. Había cumplido, se dijo. Ahora le tocaba al otro lado.
Ese mensaje nunca llegó a ser escuchado por Fernando. Ni por nadie.
Nadie recordó sacar el móvil del bolsillo de la americana cuando lo vistieron para el ataúd.
Lo enterraron con traje, corbata, el teléfono apagado y una invitación a tomar café esperando respuesta bajo tierra.
«Si la ética es mala en la cúpula, esa conducta se copia hacia abajo en toda la organización.» (Más razón que un santo tenía el autor de la frase. Fue Robert Noyce, nacido el 12 de diciembre de 1927 para ser considerado el inventor del “microchip”)
Casi llegamos a felicitarle el que hubiese sido su 88 cumpleaños, hoy 12 de diciembre, pero hace seis meses que se marchó "más allá".
Més enllà del timbre
Vaig prémer el timbre del teu pis com qui toca un record: amb por que soni. Dins, cap pas, només la nevera fent de cor antic. A l’escala, l’olor de detergent i hivern; a la boca, aquell gust metàl·lic de les paraules no dites. Vaig sentir-te igualment: no a l’aire, sinó a la pell, com un abric que ja no és meu. L’ascensor va pujar buit. Jo vaig baixar lent, convençut que el “més enllà” és una porta que s’obre cap endins.
