miércoles, 1 de mayo de 2024

 LA ESPIRAL DEL SILENCIO


El café humeaba en la mesa, como un espejismo en el desierto de la incomunicación. Frente a frente, sentados en un rincón silencioso del local, Marcos y Ana se miraban con una mezcla de culpa y resignación. Sus dedos, inquietos, tamborileaban sobre la mesa al ritmo frenético de las notificaciones que vibraban en sus bolsillos.

Marcos, con la mirada perdida en la pantalla de su teléfono, repasaba una y otra vez los mensajes sin importancia que había recibido en la última hora. Ana, por su parte, jugaba distraídamente con el borde de su taza, evitando el contacto visual con Marcos.

El silencio se había convertido en un compañero habitual en sus encuentros, una presencia tan pesada como la mesa de madera maciza sobre la que descansaban sus codos. La conversación, antaño fluida y llena de risas, ahora se reducía a monosílabos y miradas esquivas.

"Ya no sé qué hacer", confesó Marcos en un susurro, rompiendo el incómodo silencio. "Es como si estuviera atrapado, incapaz de levantar la vista del teléfono".

Ana asintió con la cabeza, comprendiendo perfectamente la frustración de Marcos. Ella también luchaba contra la misma adicción invisible, una fuerza que la arrastraba cada vez más lejos del mundo real.

"Recuerdo cuando los teléfonos eran solo para hablar", dijo Ana con nostalgia. "Ahora son como pequeños universos que nos aíslan de todo lo demás".

Marcos sonrió con amargura. "Universos llenos de ruido y vacío", corrigió. "Un montón de información inútil que nos impide ver lo que tenemos delante de nuestras narices".

Un silencio reflexivo se apoderó de ellos de nuevo. Las palabras de Marcos resonaron en la mente de Ana, despertando en ella una chispa de esperanza.

"¿Y si intentamos... desconectar?", propuso Ana con timidez. "Un día entero sin teléfonos, sin notificaciones, sin redes sociales. Solo nosotros dos, como en los viejos tiempos".

Marcos la miró con sorpresa, una sonrisa iluminando su rostro por primera vez en esa noche. "Me gusta la idea", dijo con entusiasmo. "Un día para respirar, para escucharnos, para volver a ser nosotros mismos".

Se levantaron de la mesa, dejando atrás sus teléfonos apagados sobre la madera. Salieron del café, tomados de la mano, y se adentraron en la ciudad, dispuestos a enfrentar juntos la oscuridad de su adicción.

Caminaron por calles llenas de vida, observando a las personas que los rodeaban, interactuando entre sí sin la intermediación de un dispositivo electrónico. El aire fresco llenaba sus pulmones, como un bálsamo que curaba las heridas de la soledad digital.

La noche caía sobre la ciudad, envolviendo a Marcos y Ana en un manto de oscuridad. Caminaban en silencio, tomados de la mano, sintiendo una extraña paz en medio del caos urbano.

De pronto, un chirrido de llantas rompió la quietud. Un auto, conducido por un joven distraído con su teléfono, se dirigía hacia ellos a toda velocidad. Marcos, reaccionando por instinto, empujó a Ana fuera del camino justo antes del impacto.

El golpe fue brutal. Marcos se estrelló contra el capó del auto, y su cuerpo salió volando por los aires antes de caer pesadamente sobre el asfalto. Ana, horrorizada, corrió hacia él, gritando su nombre entre lágrimas.

Un charco de sangre se extendía alrededor de Marcos, manchando el frío pavimento. Sus ojos, antes llenos de esperanza, ahora estaban vacíos y sin vida. La pantalla de su teléfono, intacta, brillaba con la luz de la farola rota, como un cruel recordatorio de la adicción que le había arrebatado la vida.

Ana se desplomó junto a su cuerpo sin vida, sollozando desconsoladamente. La espiral del silencio se había cerrado para siempre, dejando tras de sí un vacío irreparable.

“La muerte no es el único verdadero árbitro de la felicidad, sino que es la única medida por la cual podemos juzgar la vida misma” (Paul Auster, hoy decidió tomar la medida para juzgar la vida misma)

Y que cumplas muchos más de los 70 de hoy para que los fantasmas no nos asusten... los de la sábana quiero decir.

Els caçafantasmes de l'Eixample

En Pep, en Joan i la Maria, armats amb protóns i ectogoggles, recorrien els carrers gòtics de Barcelona. Un crit es va sentir des d'un balcó del carrer del Bisbe: "Fantasmes al meu pis! Ajudeu-me!". Van pujar les escales fins al tercer pis, on van trobar una vella senyora terroritzada per un espectre translúcid. Amb un ràpid llançament de protóns, van atrapar el fantasma i el van tancar en la trampa dimensional. La vella senyora, alleujada, els va oferir una tassa de xocolata com a agraïment. Mentre la bevien, van sentir una nova crida d'auxili: "Socors! Un fantasma m'ha robat el pastís!". I així, la nit va continuar per als caçafantasmes de l'Eixample, sempre preparats per lluitar contra els espectres que amenaçaven la tranquil·litat de la ciutat.