martes, 14 de octubre de 2025

 MORIR EN SOLEDAD

La tormenta llegó sin prisa y se quedó a vivir en los techos. No abrió ninguna puerta; solo empujó el silencio hasta que se volvió negro.

En la calle Luis Fenollet, el agua resbaló por patios de luces donde nadie mira, se coló por una ventana que llevaba años aprendiendo a quedarse abierta y descendió a los pisos inferiores con ese olor agrio que anuncia cosas que preferiríamos no nombrar. Rosario, 3ºA, colocó un cubo azul debajo de la mancha y escuchó su propio cansancio caer gota a gota. No escribió “ayuda” en el grupo de la comunidad; escribió “gotera”. Hay palabras que ahorran vergüenza y cobran vidas enteras.

Subieron los bomberos y la Policía Local. Entraron al último piso con una luz que no juzgaba. El aire cambió de edad al primer paso: olía a papel guardado, a ropa que olvidó el cuerpo, a esa dulzura opaca del polvo cuando ya nada lo remueve. El salón conservaba un bodegón manso: dos tazas con un aro amarillo, un televisor de caja gorda, una revista de hace siglos con una playa que prometía descuentos. En la pared, un reloj insistía en marcar las doce y diez. No era la hora: era la obstinación de un minuto que no quiso aprender el futuro.

—¿Aquí… vivía alguien? —preguntó, casi en susurro, el bombero más joven.

—Vivía —dijo Rosario—. O eso creí. Saludaba sin detenerse. Yo tampoco insistí. No quise molestar.

La palabra quedó allí, suspendida: molestar. Una cuerda floja que nadie pisa, a la que todos debemos algo. Molestar es tocar al timbre, aunque tiemble la voz; dejar una sopa y sostener la mirada; preguntar dos veces “¿estás bien?” y aguantar el silencio que devuelve la pared. Molestar es reconocer la responsabilidad de existir al lado de alguien. No molestar, a veces, es firmar el acta de defunción de una presencia.

En el dormitorio, la lluvia había hecho un dibujo en el techo, una cartografía torpe de ríos sin desembocadura. La cama estaba hecha con un pudor antiguo, como esperando una siesta que ya no llegaría. En la mesilla, una libreta con la goma partida decía “Pilas. Luz.” Debajo, monedas contadas, pequeñas como la paciencia. En el armario, camisas oscuras inclinadas hacia el mismo lado, como árboles en un viento que ya pasó.

El cuerpo yacía vestido, con la dignidad callada de lo no reclamado. Alrededor, plumas de palomas y una insistencia de insectos que no conoce la palabra duelo. Nadie gritó. Tampoco se derrumbó nada. La tristeza, cuando llega tarde, no salpica: empapa.

Antonio —así lo dirían después— habría tenido ochenta y seis años. De Malagón, de regreso a Valencia por esas decisiones que se toman un día y luego cualquiera defiende con silencios. Sin denuncias por desaparición, sin voces pidiendo su nombre. Quince años de ausencia repetida, de domingos sin música, de ventanas abiertas para ventilar lo que dolía o lo que ya no dolía. La pensión siguió entrando un tiempo. Las facturas, también. Todo en orden, salvo la vida. La comunidad arrastró una deuda; hubo papeles, embargos, firmas: tinta moviéndose sobre una ausencia. Afuera el mundo continuó: nuevas persianas, un kebab iluminando la esquina, el cartero dejando folletos de alarmas que nunca protegen del olvido.

—Pensé que estaba en una residencia —dijo el vecino del 2ºB, agarrando la correa del perro como si sujetara un pretexto—. Se mudó sin decir nada, supuse.

—Suponemos tanto —respondió Vicent, el presidente, con la voz desgastada—. Para no tocar la puerta.

La bombera, mujer de ojos negros cansados de ver lo inevitable, encendió una linterna. La movió despacio, como si pidiera permiso a las paredes. La luz encontró un vaso con un diente postizo, una navaja de afeitar envuelta en papel de estraza, un calendario de feria detenido en junio de otro año. Detrás del vidrio, una foto recortada: un hombre en una barandilla de playa. Daba la impresión de escuchar. Por detrás, tinta azul: “Malagón”.

No hubo épica. Solo trabajo de domingo: levantar un registro, llamar a quien corresponde, cubrir el cuerpo con un respeto que no repara la demora. Afuera seguía lloviendo. Adentro, cada cosa parecía repetir la misma frase, apenas audible: “yo estuve aquí”.

En la escalera, el ruido de las botas contra los peldaños se volvió raro, casi una procesión. La culpa, cuando no encuentra palabras, aprende a gruñir desde los ascensores. El chat de la comunidad explotó con teléfonos de seguro, gifs de tormenta, un “qué pena” que buscaba manos para no caerse. Nadie escribió el nombre de Antonio. Es más fácil hablar de la lluvia.

Rosario subió luego, sola. Sobre el felpudo sin nombre dejó un tupper de caldo. Tocó el timbre. Un gesto absurdo, tardío, pero humano. Bajó con los ojos húmedos y una decisión que en otros días habría guardado por vergüenza: mañana tocaría tres timbres al azar. No pediría azúcar ni sal para disimular. Diría su nombre y el piso, ofrecería una copia de llave “por si acaso”, preguntaría si hay alguien al otro lado. Si la rechazaban, que la rechazaran mirándola. Hay derrotas que sostienen un edificio más que cualquier viga.

Vicent imprimió un papel, lo fijó con chinchetas en el tablón: “Jueves, 20:00. Portal. Traed algo.” Hubo respuestas suaves: quien trabaja, quien cuida, quien no puede. Hubo también dos síes tímidos y una tortilla. Parecía una reparación mínima, casi ridícula. Pero, como el primer cubo bajo la gotera, era exactamente el gesto que inaugura un después.

Al caer la tarde, la ciudad se recogió en su olor a tierra lavada. El agua, agotada, dejó un silencio de orilla. Luis Fenollet crujió con ese cansancio que guardan las calles viejas, donde el tiempo tiene memoria de patio. En el último piso, la cortina de la ventana abierta se movió con parsimonia. Si uno escuchaba con paciencia, no era el viento: eran quince años tratando de decir algo en un idioma que habíamos olvidado.

El reloj mantuvo su pequeña mentira exacta: doce y diez. No marcaba la hora de la muerte; marcaba la hora hipotética de una visita. Esa en la que alguien cruza el rellano con una sopa, con una bolsa de naranjas, con una pregunta que duele. La soledad tiene relojes así: no miden minutos, miden renuncias. Y cuando llega la lluvia, esas renuncias se vuelven ríos.

No habrá flores en el portal. Quizá alguien deje una vela. Tal vez el administrador encuentre, en algún cajón, un papel con números repetidos tres veces, un teléfono antiguo con voz de cintas. Tal vez nadie responda. Lo cierto es que el edificio, esa tarde, envejeció de golpe. Como si todos hubieran entendido que la palabra vecino también es una forma de promesa.

En el chat, alguien escribió: “Si necesitáis algo, estoy”. No era un eslogan ni un formalismo. Era una mano tímida, y, por una vez, pareció suficiente para empezar. Rosario contestó con un “gracias” sin emoticonos. El vecino del 1ºC agregó: “Llevo pan.” Hubo un silencio que no pesaba. Un silencio que, por fin, no estaba vacío.

La lluvia cesó. Quedó el goteo tenue de los grifos mal cerrados y el rumor simple de las neveras. La ciudad volvió a su ruido. Y sin embargo, en el último piso, algo siguió hablando: el espacio que dejó un hombre al marcharse sin despedirse, la silla que aún guarda su postura, la ventana fiel que le ventiló la ausencia, la pared que sostuvo los años en su exactitud cruel.

Doce y diez. Tal vez mañana otro reloj aprenda una hora nueva.

«Llevamos negociando mucho tiempo… Si queremos negociar, debemos hacerlo en serio y ambas partes deben esforzarse por llegar a un arreglo. En una negociación, ninguna parte debe amenazar(Le Duc Tho nació el 14 de octubre de 1911 para ser el primer –y único- galardonado con el premio nobel de la paz que lo rechazaría. Fue en 1973 cuando en nombre de Vietnam negociaba con un tal Henry Kissinger el fin de otra guerra. Añadiría a la frase que ninguna de las dos partes debe salir derrotada de una negociación de paz. Ambas deben salir victoriosas.)

No sé si tendrá posibilidad de mejorar su voz con más de 37 años que son los que cumple hoy. Si es así, dejo lo que estoy haciendo ahora y me voy a buscarla... la canción, por supuesto. 

L’endemà dins la veu

El mirall no negocia: avui m’hi veig dreta.
Omplo la bossa amb silencis que ja no vull i deixo les claus com un escut cansat.
Baixo escales amb el pols a compàs: cor, passos, porta.
A fora, l’aire té gust de metall i promesa.
Et truco només per dir “prou”: la meva veu no tremola, és una corda nova que vibra.
Camino cap al mar, sense mapa; la pell recorda el sol, la boca aprèn el meu nom.
Aquesta vegada, sí: me n’aniré i em quedaré amb mi.


 

 

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