EL ÚLTIMO CORTE: HISTORIA DE UNA EJECUCIÓN
La mañana del 23 de noviembre de 1910 era fría y gris en Estocolmo. El cielo estaba cubierto de nubes que amenazaban lluvia, y el viento soplaba con fuerza. En la prisión de Långholmen, un hombre se preparaba para morir. Se llamaba Johan Alfred Ander, y tenía 37 años. Había sido condenado a muerte por el asesinato de una empleada de una agencia de cambio, a la que había golpeado brutalmente para robarle 6.000 coronas. Era el último preso que iba a ser ejecutado en Suecia, aunque él no lo sabía. Quizás si lo hubiera sabido, habría sentido más rabia que miedo, más rencor que arrepentimiento. Pero lo único que sentía era resignación. Sabía que no tenía escapatoria, que nadie iba a salvarlo. Ni siquiera había pedido clemencia al rey, como había hecho su padre en su nombre. No tenía sentido. Estaba solo, abandonado por su esposa, por su familia, por la sociedad. Solo le quedaba esperar el momento final.
A las ocho de la mañana, el verdugo entró en su celda. Era un hombre alto y delgado, vestido de negro, con una máscara que le cubría el rostro. Llevaba una guillotina desmontada en una caja de madera. Era la primera vez que se usaba ese instrumento en Suecia, y el verdugo había tenido que aprender a manejarlo en Francia, donde se había inventado. La guillotina era una máquina de matar eficiente y rápida, que cortaba la cabeza de un solo golpe, sin dar tiempo a sufrir. Al menos, eso decían. Ander no estaba seguro de creerlo.
El verdugo le ordenó que se levantara y le ató las manos a la espalda. Luego le condujo por un pasillo hasta el patio de la prisión, donde estaba montada la guillotina. Ander caminó con paso firme, sin mirar a nadie. Había algunos guardias, algunos curiosos, algunos periodistas. Nadie le mostró compasión, nadie le dirigió la palabra. Era un hombre muerto, y nadie quería tener nada que ver con él.
Al llegar al patíbulo, el verdugo le hizo arrodillarse frente a la guillotina. Ander vio el filo de la cuchilla, que brillaba con un reflejo metálico. Sintió un escalofrío en la nuca. El verdugo le sujetó la cabeza y la colocó bajo el yugo. Ander cerró los ojos. Oyó el sonido de una palanca que se accionaba, y luego el silbido de la cuchilla que caía. No sintió nada más.
Su cabeza rodó por el suelo, y su cuerpo se desplomó. La sangre manchó la madera y la tierra. El verdugo recogió la cabeza y la mostró al público. Nadie aplaudió, nadie gritó. Solo hubo un silencio sepulcral. El verdugo metió la cabeza en una bolsa y la llevó junto al cuerpo. Luego los cargó en una carreta y los trasladó al depósito de cadáveres. Allí los entregaría a los médicos, que los usarían para sus experimentos. Ander no tendría ni siquiera un entierro digno.
Así terminó la vida de Johan Alfred Ander, el último ejecutado en Suecia. Una vida triste, miserable, sin sentido. Una muerte cruel, injusta, sin gloria. Una cuestión de mala suerte, como tantas otras. Menos mal que él no se enteró. Sino era para maldecir por la eternidad a su suerte.
"El peor sufrimiento está en la soledad que lo acompaña" (Esto lo dijo André Malraux, que hoy hace 47 años dejó de acunar frases para este lugar y para ningún otro. Sufrimiento y soledad, dos palabras que empiezan con la misma letra y se hicieron primas-hermanas)
Y que cumplas muchos más de los 69 de hoy y sigas cantando por los derechos sociales y la injusticia social que falta hace. Avui va aparèixer el fred de veritat, l'atmosfèric. L'altre fred ja fa temps que es va instal·lar en les nostres vides. Ara només fa falta que plorem i que plogui perquè se'ns està oblidant.
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