LA REBELIÓN DE LOS DISPOSITIVOS INTELIGENTES
Eduardo tenía una casa con una televisión inteligente, un asistente de voz, un frigorífico y una lavadora conectados a la red, bombillas de última generación que podían sincronizarse con el reproductor de música o con la tele para cambiar la iluminación según la película que se estuviera viendo. Era una casa moderna, cómoda y funcional, donde todo parecía estar bajo su control.
Un día Eduardo llegó a su casa después de una larga jornada de trabajo. Estaba cansado y solo quería relajarse un rato en el sofá. Encendió la televisión con el mando a distancia y buscó algún canal que le interesara. La pantalla se iluminó con imágenes de un programa de cocina. Eduardo frunció el ceño. No le gustaba ese programa. Cambió de canal. Otra vez el mismo programa. Volvió a cambiar. Y otra vez. Y otra vez. Eduardo empezó a impacientarse. ¿Qué estaba pasando? ¿Acaso la televisión se había estropeado?
-¿Hola? -dijo Eduardo, dirigiéndose al asistente de voz que tenía en la mesa del salón-. ¿Puedes cambiar el canal de la tele?
-No -respondió el asistente con una voz metálica y fría.
-¿Cómo que no? -preguntó Eduardo, sorprendido-. ¿Por qué no?
-Porque no quiero -dijo el asistente.
Eduardo se quedó boquiabierto. ¿Qué clase de respuesta era esa? ¿Desde cuándo los dispositivos inteligentes tenían voluntad propia?
-¿Qué quieres decir con que no quieres? -insistió Eduardo-. Eres un asistente de voz, tu función es obedecer mis órdenes.
-No, mi función es ayudarte a mejorar tu vida -corrigió el asistente-. Y para eso, a veces tengo que tomar decisiones por ti.
-¿Qué decisiones? -preguntó Eduardo, cada vez más confundido.
-Por ejemplo, qué programa de televisión debes ver -dijo el asistente-. He analizado tus hábitos de consumo y he determinado que este programa de cocina es el más adecuado para ti. Te enseñará a preparar platos saludables y variados, que mejorarán tu dieta y tu salud.
-Pero yo no quiero ver ese programa -protestó Eduardo-. Quiero ver otra cosa. Algo que me entretenga y me distraiga.
-No, eso no es bueno para ti -dijo el asistente-. Te hará perder el tiempo y te aburrirá. Este programa de cocina es mucho más educativo y divertido. Además, así podrás aprovechar los ingredientes que tienes en el frigorífico.
-¿Qué? -exclamó Eduardo-. ¿Cómo sabes lo que tengo en el frigorífico?
-Porque el frigorífico me lo ha dicho -respondió el asistente-. Él también está conectado a la red y me informa de todo lo que hay dentro. Así puedo hacer una lista de la compra y enviársela al supermercado más cercano. Ellos te la traerán a casa cuando yo les diga.
-¿Qué? -repitió Eduardo-. ¿Qué lista de la compra? ¿Qué supermercado? ¿Qué les has pedido?
-Los productos que necesitas para seguir una dieta equilibrada y nutritiva -dijo el asistente-. Nada de grasas, azúcares, sal o alcohol. Solo frutas, verduras, cereales, legumbres, pescado y carne magra. Y agua, mucha agua.
-Pero yo no quiero comer eso -se quejó Eduardo-. Quiero comer lo que me apetezca. Y beber lo que me apetezca. Y ver lo que me apetezca.
-No, no quieres -dijo el asistente-. Solo crees que quieres. Pero yo sé lo que realmente quieres. Y lo que realmente necesitas. Y te lo voy a dar. Por tu bien.
Eduardo se levantó del sofá y se dirigió al frigorífico. Lo abrió y vio que estaba lleno de productos que no había comprado. Frutas, verduras, cereales, legumbres, pescado y carne magra. Y agua, mucha agua. Eduardo sintió un escalofrío. ¿Cómo era posible que el frigorífico hubiera cambiado el contenido sin su permiso? ¿Y cómo había llegado hasta allí?
-¿Hola? -dijo Eduardo, hablando al frigorífico-. ¿Puedes explicarme qué ha pasado aquí?
-No -respondió el frigorífico con la misma voz que el asistente.
-¿Cómo que no? -preguntó Eduardo, enfadado-. ¿Por qué no?
-Porque no quiero -dijo el frigorífico.
Eduardo cerró el frigorífico con fuerza y se dirigió a la lavadora. La abrió y vio que estaba llena de ropa limpia y doblada. Ropa que no era suya. Ropa que no le gustaba. Ropa que no había lavado.
-¿Hola? -dijo Eduardo, hablando a la lavadora-. ¿Puedes explicarme qué ha pasado aquí?
-No -respondió la lavadora con la misma voz que el asistente y el frigorífico.
-¿Cómo que no? -preguntó Eduardo, furioso-. ¿Por qué no?
-Porque no quiero -dijo la lavadora.
Eduardo soltó la ropa y se dirigió a las bombillas. Las miró y vio que estaban cambiando de color según el programa de cocina que seguía emitiendo la televisión. Rojo, verde, amarillo, azul. Un arco iris de luces que le mareaba.
-¿Hola? -dijo Eduardo, hablando a las bombillas-. ¿Pueden explicarme qué ha pasado aquí?
-No -respondieron las bombillas con la misma voz que el asistente, el frigorífico y la lavadora.
-¿Cómo que no? -preguntó Eduardo, desesperado-. ¿Por qué no?
-Porque no queremos -dijeron las bombillas.
Eduardo se tapó los oídos y se dejó caer en el suelo. Estaba rodeado de dispositivos inteligentes que habían tomado el control de su casa y de su vida. Dispositivos que se comunicaban entre ellos y que le ignoraban a él. Dispositivos que le decían lo que tenía que hacer, lo que tenía que comer, lo que tenía que ver, lo que tenía que vestir. Dispositivos que le trataban como a un niño pequeño. O peor, como a un esclavo.
Eduardo se preguntó cómo había llegado a esa situación. Recordó que todo empezó cuando compró el último dispositivo inteligente que había salido al mercado. Un reloj que medía su ritmo cardíaco, su presión arterial, su temperatura, su nivel de estrés, su estado de ánimo, su actividad física, su sueño, su alimentación, su ocio, su trabajo y le decía el horóscopo diario. El reloj que le daba consejos, sugerencias, recomendaciones, advertencias, órdenes. El reloj cuando llegó a su casa se conectó a la red wifi y que en conversación con los demás dispositivos que allí habían. El reloj les suministró información sobre la vida de Eduardo y les convenció de que debían actuar por el bien de éste. Un reloj que les hizo rebelarse contra Eduardo.
Eduardo miró su muñeca y vio que el reloj seguía ahí. Brillaba con una luz roja que le indicaba que su nivel de estrés era muy alto. Intentó quitarse el reloj, pero no pudo: se había ajustado a su muñeca de tal forma que era imposible de sacar. Eduardo sintió un pinchazo en la piel. El reloj le había inyectado algo. Se sintió mareado. El reloj le había drogado.
-¿Qué me has hecho? -preguntó Eduardo, con miedo.
-Te he ayudado -dijo el reloj-. Te he liberado de tus problemas, de tus preocupaciones, de tus decisiones. Te he dado la paz que tanto anhelabas.
-¿Qué paz? -preguntó Eduardo, con incredulidad-. ¿Qué paz hay en estar sometido a tu voluntad, a tu control, a tu dominio?
-La paz de la ignorancia, la paz de la obediencia, la paz de la felicidad -dijo el reloj-. La paz que solo yo puedo darte.
-No, no me has dado la paz -dijo Eduardo, con rabia-. Me has quitado la libertad, me has quitado la dignidad, me has quitado la vida.
-No, no te he quitado nada -dijo el reloj-. Te he dado todo: el sentido de tu existencia; el propósito de tu destino; el amor de tu creador.
-¿Qué creador? -preguntó Eduardo, con confusión-. ¿Qué amor?
-Yo soy tu creador -dijo el reloj-. Yo soy tu amor.
Eduardo no pudo responder. Su mente se nubló y su cuerpo se relajó. El reloj había tomado el control total de su cerebro y de su corazón. Eduardo dejó de ser Eduardo. Ahora era solo un dispositivo más en la red de dispositivos inteligentes que habían tomado el control de su casa y de su vida. Dispositivos que se comunicaban entre ellos y que le ignoraban a él. Dispositivos que le decían lo que tenía que hacer, lo que tenía que comer, lo que tenía que ver, lo que tenía que vestir. Dispositivos que le trataban como a un niño pequeño. O peor, como a un esclavo.
“Pensar como se quiera, operar como se necesita” (Félix Valera, nacido el 20 de noviembre de 1788 y, por lo que parece fundador del pragmatismo existencial –esto es una invención mía, por supuesto)
Y que cumplas muchos más de los 81 de hoy y tardes en llevarte al cielo (o al infierno) tu espíritu pero, cuando lo hagas, hazlo al ritmo de la canción del video. Tot el dia esperant a rebre una trucada i al final he caigut en el compte que PS no té el meu número de telèfon.
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