TODO FLUYE, NADA PERMANECE ESTABLE
El sol estaba en lo alto del cielo cuando Heráclito salió a dar su paseo diario por las calles empedradas de Éfeso. La tarde primaveral se estaba haciendo más fresca y una suave brisa marina aliviaba el calor del día. A pesar de ello, el filósofo se envolvió en su manto de lana para protegerse del clima voluble, pues bien sabía él que todo en este mundo estaba sujeto al cambio.
Mientras caminaba observando a sus conciudadanos ir y venir a sus quehaceres, Heráclito sentía como la melancolía se apoderaba de su ánimo, tal y como le sucedía cada vez que meditaba sobre la naturaleza efímera y perecedera de las cosas. En su mente se repetían incesantemente aquellos pensamientos sobre el eterno fluir de todas las cosas que tanto lo atormentaban.
De pronto, al pasar junto al templo de Artemisa, escuchó las alegres risas y vítores de unos niños que jugaban en sus alrededores. Curioso, se acercó para observarlos y se sorprendió al ver que estaban divirtiéndose persiguiéndose los unos a los otros, saltando y rodando por la hierba. Sin poder contenerse, rompió a reír al ver sus caras sonrosadas y sudorosas por el esfuerzo del juego.
En ese momento se acercó uno de los ancianos de la ciudad, que miraba con desaprobación la extraña escena. "Heráclito, ¿no deberías estar ocupado en los asuntos de gobierno en lugar de jugar como un niño?", le recriminó con severidad.
El filósofo le dedicó una sonrisa melancólica. "Mas me agrada hacer esto y contemplar el gozo puro e innato de los pequeños, que aun no entienden el significado del cambio. Cuando estoy entre vosotros los mayores, me invade la tristeza al ver cuán vanas y pasajeras son todas las cosas". Dicho esto, volvió a reír y se unió de nuevo al juego, olvidando por un momento sus profundas reflexiones.
Ante la mirada atónita del anciano, Heráclito continuó jugando despreocupadamente con los niños, como si de repente se hubiera convertido en uno más de ellos.
Sin embargo, su mente filosófica no dejaba de analizarlo todo. Observaba el funcionamiento de aquel pequeño ejército en su constante formación y recomposición, con sus alianzas cambiantes y sus disputas siempre nuevas. Le maravillaba contemplar cómo en cada acción y reacción se reflejaba la eterna lucha de los contrarios que rige el cosmos.
Mientras tanto, más vecinos se habían ido congregando alrededor, deseosos de echar un vistazo al inusitado espectáculo. Cuchicheaban entre ellos, incrédulos ante la singular escena.
-"¡Mirad cómo ríe y brinca ese hombre tan serio que siempre parece llorar!", exclamó una mujer.
-"Dicen que cree que todo fluye y cambia. Pues que nos muestre él mismo el fluir de sus propias emociones!", se burló un hombre con sorna.
Pero para Heráclito aquello no era más que la evidencia de la gran verdad que sus conciudadanos se negaban a aceptar. Entre risas, les gritó:
-"¡Todo cambia, incluso los propios hombres! ¡Hoy juego y río, mañana meditaré con tristeza... porque tal es el destino de todo cuanto existe bajo la luna!"
Dicho esto, reanudó su juego con los niños, dejando a los efesios sumidos en un profundo desconcierto.
Los curiosos vecinos observaban boquiabiertos a Heráclito sin dar crédito a lo que estaban presenciando. Nunca antes habían visto reír y jugar al filósofo, siempre enfrascado en sus reflexiones con aire taciturno.
Pero para Heráclito aquel juego infantil en el templo de Artemisa era mucho más que una simple distracción. Mientras perseguía a los niños persiguiéndose unos a otros, veía en sus rostros la representación misma de su teoría sobre el conflicto interno de los contrarios.
-"¡Mirad cómo se enfrentan alegría y tristeza, temor y deseo en cada uno de estos pequeños!" les explicaba a los que lo observaban. "En un momento ríen exultantes y al siguiente lloran desconsolados, sin que nada permanezca quieto ni estable en ellos."
Sus compañeros de juegos, ajenos a la lección filosófica que subyacía tras sus risas, seguían corriendo y gritando de júbilo. Pero los transeúntes comenzaban a comprender que en aquel aparentemente frívolo entretenimiento infantil, se escondía una verdad profunda sobre la naturaleza misma de la existencia.
De pronto, el sol se ocultó tras las colinas y la luz anaranjada del atardecer tiñó el cielo. "Ya anochece, es hora de volver a casa", dijo Heráclito poniéndose en pie. Los niños obedecieron de mala gana y se dispersaron, mientras el filósofo regresaba a su soledad con una sonrisa, satisfecho de haberles enseñado a sus compatriotas, aunque fuese de forma tan inusual, la gran lección de su doctrina.
"Los hombres son prisioneros de las palabras, los cuales a su vez son prisioneros de las cosas." (Michael Ende del 12 de noviembre de 1929 nos trasportó en un simpático dragón a una historia interminable, como la frase que hoy nos ilustra)
Y que cumplas muchos más de los 78 de hoy y los disfrutes en esa "ciudad fraternal" que tanto anhelamos tod@s. Encara sort que tenim la capacitat de canviar les coses per molt que alguns s'obstinin en la seva rigidesa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario