martes, 19 de noviembre de 2024

 EL ECO DE LOS AÑOS

 

Me miré al espejo. Observé las arrugas incipientes al borde de mis ojos, las que parecían haberse multiplicado en la última semana. Me sonreí con desgana. Había pasado años cuidándome la piel, comprando cremas carísimas y fórmulas milagrosas que prometían detener el tiempo, pero el eco de los años no se detenía. El tiempo, travieso y cruel, había dejado su huella, y ninguna cantidad de lociones anti-edad iba a impedirlo.

No era solo la piel. Yo lo sabía. Mi miedo no radicaba exclusivamente en aquellas finas líneas que se dibujaban como telarañas. Mi temor se asentaba más profundo, en mis huesos, en el reflejo cansado de mis ojos. La salud también había comenzado a ser un enigma, como si mi propio cuerpo conspirara en mi contra. Antes podía correr sin sentir cómo las rodillas se quejaban, sin escuchar ese crujido constante en mi espalda cada vez que me agachaba. El crujido era como un recordatorio irónico: "Bienvenida a la vejez, aquí el cuerpo se convierte en un acertijo sin solución."

Aún recordaba las noches en las que salía a bailar, la pista vibrando bajo mis pies, llena de luces, de gente, de posibilidades. Eran noches en las que todo podía suceder. Ahora, en cambio, mi cuerpo me pedía cama a las diez, y el frenesí se había convertido en una nostalgia tan amarga como el café que ya evitaba, porque mi estómago no lo soportaba. La vida había pasado de ser un viaje de aventuras a un ejercicio de cautela: ¡cuidado con las escaleras, cuidado con el colesterol, cuidado con las decisiones que ya no puedes cambiar!

Era también la pérdida de oportunidades lo que me quemaba el pecho. Yo, que en mi juventud había soñado con escribir un libro, que había querido aprender a tocar la guitarra y recorrer Europa, me encontraba a menudo preguntándome si ya era tarde para todo eso. Esos sueños, tan vivos en su día, se habían desvanecido en medio de una rutina de trabajos, de hipotecas, de compromisos. Ahora, en mis ratos de silencio, no podía evitar preguntarme si había desperdiciado las mejores partes de mi vida. Y cada vez que lo hacía, la respuesta llegaba, más cruel que la pregunta: “Quizá sí.”

Los demás tampoco ayudaban. El rechazo era sutil, pero evidente. Mis antiguos compañeros y compañeras de trabajo ya no contaban conmigo, porque los jóvenes preferían salir entre ellos. Cuando pasaba junto a grupos de veinteañeros, sentía las miradas que me ignoraban, como si fuera invisible, como si la edad me hubiera vuelto irrelevante. Y quizá, lo peor de todo, era esa sensación de soledad que creía que no llegaría tan pronto. Había noches en las que me sentaba en mi salón, con el ruido de la televisión llenando el vacío, preguntándome cuándo había comenzado a sentirme tan sola, cuándo la vida se había convertido en una sucesión de días sin sobresaltos, sin expectativas, sin nadie.

—¡No estás tan mal!— me dije en voz alta, intentando darle algo de chispa a mis pensamientos. Pero la voz sonó hueca, vacía, como un eco que había perdido su fuente. Las palabras no llegaban a calar, porque las cicatrices del miedo ya estaban demasiado arraigadas.

Suspiré y me alejé del espejo, pero no sin antes lanzarle una mirada desafiante. Porque aunque el miedo estuviera ahí, mordiendo mis entrañas, no le iba a dar el placer de rendirme. No todavía. Tal vez ya no podría correr como antes, tal vez no escribiría el gran libro de mi vida, pero seguiría adelante, aunque fuera con pasos pequeños. Y tal vez, solo tal vez, aprendería a bailar de nuevo, aunque fuera solo en mi salón, con la música baja para no molestar a los vecinos.

El miedo a envejecer podría intentar vencerme, pero yo sabía que en ese combate, tendría la última palabra, aunque fuera una palabra susurrada entre arrugas y huesos cansados.

«La verdad os hará libres, pero primero os hará miserables» (James A. Garfield, nacido el 19 de noviembre de 1831 para ser el segundo presidente de los EEUU asesinado a los cinco meses de tomar posesión. Alguna verdad incómoda debió decirle a alguien)

Y que cumplas muchos más de los 63 de hoy y, eso si, busca un estribillo diferente para tus canciones que se nos mete hasta en el zapanacuéncanos y luegono hay manera de sacarlo.

 

Melodia sense Nom

La nit era un llençol de foscor, i ella ballava sota els fanals, el mocador lligat al cap i la roba esquinçada com la seva ànima. La ciutat, freda, la mirava sense veure-la. És la dona del cor gitano, la que balla sense casa, la que canta sense veu. Cada pas era un acte de resistència, cada gir, un desafiament al destí cruel. Ningú sabia el seu nom, però tots coneixien la seva melodia. L'eco dels seus peus nus sobre l'asfalt es barrejava amb el ritme dels cors adormits. No tenia llar, però la nit sempre li pertanyia.

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