EL BARRO DE LA DESESPERACIÓN
Paiporta, Chiva, Torrent, toda la Comunidad Valenciana amanecía con el aire espeso de desesperanza. El sol, puntual como siempre, se reflejaba en los charcos que apenas se secaban desde la última tormenta. En la plaza del Ayuntamiento, Juan miraba hacia el edificio con el ceño fruncido, como si intentara, por pura voluntad, arrancar una respuesta de las ventanas cerradas.
—No lo entienden —murmuró mientras encendía un cigarrillo—. No lo entienden porque no saben cómo es estar aquí abajo, en el barro.
A su lado, Rosa asintió. El humo del cigarrillo se mezclaba con el aroma de los restos de una barricada quemada. El eco de los pasos de la gente les rodeaba, pero nadie se detenía a escuchar. Estaban todos demasiado ocupados en seguir adelante, aunque ninguno sabía exactamente hacia dónde.
—Nos dijeron que el dinero volvería —dijo Rosa, su voz cargada de ironía—. Que era para nuestra seguridad, para prevenir esto.
Señaló las calles a su alrededor, llenas de coches varados, basura apilada y rostros con la mirada perdida. Era como si la ciudad se hubiese convertido en una especie de terreno de nadie, un lugar donde los sueños se desintegraban al contacto con la realidad.
—Nos vendieron humo, Rosa. Lo sabes. No tienen armas, no tienen recursos, y cuando estalló esta guerra, no tenían ni la menor idea de cómo liderar a los soldados. ¿Y nosotros? Nosotros somos el campo de batalla. —Juan escupió al suelo, un gesto de repulsa que no podía contener.
A lo lejos, se escuchaba el grito de un altavoz. Una voz oficial intentando apaciguar a los que se habían reunido frente al ayuntamiento. Mientras tanto, los políticos seguían más preocupados por sus batallas de partidos, enfrascados en guerras de palabras y estrategias vacías que no ayudaban a nadie. Estaban tan ocupados insultándose entre ellos, que la tragedia real los había tomado completamente desprevenidos.
—¿Todo lo posible? ¿Es eso una broma? —Rosa se giró hacia él, sus ojos encendidos—. Lo posible era no dejar que llegáramos a esto. Lo posible era no esconderse en sus despachos mientras la gente se ahoga.
El viento levantó el polvo y un papel de propaganda electoral rodó hasta sus pies. Juan lo pisó con fuerza.
—Que se vayan a su casa —dijo entre dientes—. Todos ellos. Que dejen que el trabajo lo hagan quienes saben. Los que conocen cómo funciona una máquina, cómo se diseña un puente o se cuida a un enfermo. Ingenieros, científicos, abogados. No esta panda de actores de pacotilla.
Rosa suspiró y se cruzó de brazos. Miró hacia el cielo, buscando algo, quizá un consuelo o una explicación. Solo encontró nubes cargadas, presagiando más lluvia.
—Cuando todo esto acabe —dijo ella—, quizá no quede nadie para contarlo. Solo los fantasmas de los que tomaron decisiones equivocadas y los que murieron intentándolo.
Juan asintió en silencio. El altavoz seguía escupiendo frases vacías, promesas sin sustancia. Y ellos, los que quedaban, solo podían escuchar, atragantándose con el humo de las barricadas y con la sensación de que estaban, una vez más, solos.
«La muerte no muere y por lo tanto en la muerte misma está la inmortalidad» (Raimon Panikkar, nacido el 3 de noviembre de 1918 consiguió la inmortalidad el 26 de agosto de 2010)
Hubiese cumplido 81 pero se quedó en los 68, exhausto, en la orilla del agua negra.
Vora l'Aigua Negra
Vora el riu, sota l’ombra dels salzes, l’aigua negra reflectia les estrelles. Ella hi va esperar tota la nit, embolicada en records de somnis promesos. Ell mai va aparèixer, només l’eco dels seus passos perduts li va xiuxiuejar secrets que el vent arrossegava cap a l’oblit. La lluna, testimoni immutable, la va veure marxar amb el cor partit, les llàgrimes caient com pluja fina al riu fosc. Al matí, només restaven les fulles mullades i el silenci, mentre l’aigua continuava el seu camí, indiferent als cors trencats que s’havien quedat en el seu curs.
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