jueves, 19 de diciembre de 2024

 LA PLENA LUZ DE LA PENUMBRA

 

La habitación estaba bañada en una penumbra dorada, el crepitar de las velas proyectaba sombras danzantes sobre las paredes. Cada rincón parecía vibrar con una energía latente, como si el aire contuviera secretos a punto de desbordarse. Allí, entre sábanas desordenadas y el sonido de risas apagadas, estaban ellos.

Lucía se inclinó hacia Santiago con una lentitud que desafió el tiempo. Su cabello, rebelde y enredado, trazaba una cortina entre su rostro y el mundo, mientras sus manos buscaban el contorno de su piel. La yema de sus dedos tocó su mejilla, un gesto tan leve como el roce de una pluma, pero cargado de una intensidad que hizo que él contuviera la respiración.

—No mires así—susurró ella, con una voz que era mitad reto, mitad súplica.

Pero Santiago no apartó la mirada. Sus ojos oscuros se aferraban a los de Lucía como un ancla en medio de una tormenta. Había algo crudo y elemental en su forma de mirarla, como si con un solo parpadeo pudiera desvanecerse todo. Lucía sintió una chispa correrle por la columna vertebral, un calor que la hacía querer avanzar y retroceder al mismo tiempo.

—No puedo evitarlo—respondió él, y su voz tenía la textura de la madera crujiente, un timbre que se enroscaba en los oídos de Lucía y la dejaba sin refugio.

El primer beso fue casi un accidente, un choque inesperado de universos que conspiraban para colisionar. Fue torpe y precipitado, como si ninguno de los dos supiera si estaba permitido. Pero entonces, como si un engranaje oculto hubiera encajado, todo se desbordó. Sus labios se buscaron con una urgencia que no entendía de pausas ni medidas. Había una electricidad en ese contacto, una chispa que iluminaba cada rincón oscuro de sus almas.

Las manos de Santiago encontraron la cintura de Lucía, y ella arqueó la espalda como una ofrenda. Cada caricia era un lenguaje que ambos aprendían a descifrar, una mezcla de torpeza y precisión que los hacía aún más humanos, más vulnerables. Los latidos de sus corazones resonaban como un tamborileo desesperado, un compás que marcaba el ritmo de algo incontrolable.

—Dime que esto no es un error—murmuró ella, con los labios apenas separados de los suyos, sus palabras ahogadas por el jadeo de ambos.

—Si lo es…—respondió él, dejando que una sonrisa ladeada interrumpiera por un instante la intensidad del momento—, entonces no quiero acertar nunca.

Rieron, pero era una risa rota, cargada de vértigo y de algo parecido al miedo. Porque sabían que ese momento era una llama en una habitación llena de pólvora, hermosa y destructiva. Cada movimiento, cada mirada, era una elección de seguir adelante o detenerse, y ambos estaban demasiado inmersos para dar marcha atrás.

Cuando Lucía deslizó los dedos por el cuello de Santiago, dejando un rastro ardiente hasta su clavícula, él cerró los ojos como si el simple acto de sentirla pudiera ser demasiado. Y entonces, el silencio se hizo espeso, solo roto por el sonido de la respiración compartida, como un compás que se aceleraba para alcanzar un crescendo imposible.

No era solo deseo. Era furia, nostalgia y algo que ni siquiera podían nombrar. Era la certeza de que, por efímero que fuera, aquello quedaría tatuado en ellos. Tal vez como un recuerdo que doliera al evocarlo, tal vez como un incendio que los consumiría al final.

Cuando la primera luz del amanecer entró tímida por la ventana, sus cuerpos seguían entrelazados, exhaustos pero inmóviles, como si al romper el contacto pudieran perder lo que acababan de encontrar. Lucía apoyó la cabeza en el pecho de Santiago, sintiendo los latidos que comenzaban a calmarse.

—Esto no se siente como algo pasajero—susurró ella.

—No lo es—afirmó él, pero en su voz había algo que hablaba más de esperanza que de certeza.

Y así quedaron, en un frágil equilibrio entre la plenitud y el abismo, aferrándose a ese instante como si al soltarlo, el mundo pudiera desmoronarse.

«La única forma de tener éxito en la vida es tener el valor de fracasar» (Jean Genet, nacido el 19 de diciembre de 1910 francés y fallecido marroquí. Rebelde con causa contra todo lo que no le gustaba en la sociedad que le tocó vivir)

Y que cumplas muchos más de los 66 de hoy. Si habéis leído el libro un consejo: no vayáis a ver la película. Lo hice y me decepcionó un montón. Un dato es que Atreyu, el simpático dragón del libro, tiene una retirada al señor que canta en el vídeo.

L’història mai no acabarà

En un bosc ple de llibres sense títol, l’Alba va trobar un volum amb pàgines que canviaven segons els seus pensaments. Cada paraula escrita s’alçava com una veu antiga, xiuxiuejant secrets d’un món més enllà del mirall. Va creuar el llindar, i els núvols es van convertir en ales, els estels en fars. Allà, el temps no existia, només un etern present de llum i ombra dansant. Però en el silenci va entendre: si escrivia el final, desapareixeria. Amb el cor bategant, va tancar el llibre. "La història mai no acabarà", va dir, mentre l’univers contenia l’alè.


 

 

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