lunes, 23 de diciembre de 2024

EL PESO DE LA MIRADA

El semáforo titiló en rojo, una amenaza sorda en la jungla de concreto. Manuel, atrapado en el flujo de cuerpos y coches, clavó los ojos en el suelo. Los adoquines rotos parecían murmurar secretos que nadie más escuchaba, como si fueran testigos de mil batallas olvidadas. Sentía las miradas de los demás clavarse en su espalda como un enjambre de insectos invisibles. Levantó la cabeza apenas un segundo, pero se topó con los ojos de un desconocido que lo atravesaron como cuchillas. Bajó la mirada de inmediato.

—Disculpa —murmuró, aunque nadie había dicho nada.

Las miradas —esas armas silenciosas— siempre lo desarmaban. En el metro, las pupilas de otros viajeros lo analizaban sin piedad, como si buscaran un defecto oculto, una grieta en su fachada. Él también se había convertido en experto en apartar la vista. Los anuncios luminosos, los carteles de conciertos, hasta los reflejos en los ventanales, eran sus aliados. Pero sabía que aquello no era más que una tregua.

Llegó a la oficina con el cuello entumecido. En la sala de reuniones, Claudia, su jefa, lo fulminó con una mirada que ni siquiera el cristal de sus gafas pudo suavizar. Manuel sintió el estómago contraerse como un acordeón desafinado.

—Necesito resultados, no excusas —dijo ella, y sus palabras cayeron como piedras en un lago de silencio.

Manuel intentó responder, pero las palabras se ahogaron antes de llegar a sus labios. En cambio, asintió y clavó la vista en el cuaderno que llevaba. Las líneas del papel parecían transformarse en laberintos interminables.

—Más contacto visual, Manuel —agregó Claudia, con una sonrisa que no tocaba sus ojos—. La confianza se construye con una buena mirada. Aprende eso.

De camino a casa, Manuel decidió probar. Observó los rostros de quienes pasaban a su lado: el anciano con el bastón tambaleante, la joven que reía al teléfono, el niño que tiraba de la manga de su madre. Cada mirada era una historia suspendida, un fragmento de vida esperando ser descifrado. Pero también eran espejos. En cada reflejo encontraba una versión de sí mismo: más pequeño, más torpe, más vulnerable.

Una noche, frente al espejo de su cuarto, decidió enfrentarse al único par de ojos que no podía evitar. Los suyos. Al principio fue como mirar a un desconocido. Había evitado tanto su propio reflejo que ahora le resultaba extraño, casi hostil. Pero poco a poco, las sombras bajo sus ojos dejaron de parecer cicatrices y se convirtieron en mapas de batallas libradas. Su propia mirada dejó de ser un juicio y comenzó a sentirse como un refugio.

En la oficina, Claudia notó el cambio.

—¿Finalmente aprendiste el truco? —preguntó, con esa mezcla de ironía y curiosidad que la caracterizaba.

Manuel sostuvo su mirada, sin pestañear. Sentía el peso de los días anteriores acumulándose en sus pupilas, pero también una calma nueva, un tipo de poder que nunca antes había sentido.

—Sí, aprendí —dijo. Pero no lo dijo para ella.

El semáforo volvió a titilar en rojo al día siguiente, pero esta vez Manuel cruzó la calle con la cabeza en alto. La jungla de concreto seguía rugiendo, pero él había aprendido a sostener la mirada.

«Envejecer es todavía el único medio que se ha encontrado para vivir mucho tiempo» (Charles Augustin Sainte-Beuve, nacido el 23 de diciembre de 1804, se “jubiló” de la vida justo cuando cumpió 65 años dejándonos una frase que encierra una verdad como “Nôtre Dame”)

Y que cumplas muchos más de los 60 de hoy haciendo esos "cover" de tu amigo Bono.

Un

Ell feia girar l’anell al dit com si el món sencer s’hi aferrés. Ella mirava la finestra, amb el vidre tacat de gotes de pluja i silencis acumulats. "Som un", va dir ell, però sonava buit, com un eco perdut a l’oblit. La música a la ràdio insistia: We’re one, but we’re not the same. I era cert. Ell volia lluitar; ella volia marxar. En aquell precís instant, la pluja es va aturar, però l’anell, rodolant a terra, va decidir per tots dos.

 

 

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