miércoles, 1 de enero de 2025

 EL ETERNO 1 DE ENERO


El reloj marcó la medianoche y el 1 de enero se deslizó por las ventanas como un intruso esperado. Clara, con el brillo artificial de la resolución en los ojos, levantó su copa de cava y declaró: “Este año será diferente”. En la habitación llena de serpentinas y migajas de canapés, nadie se molestó en disimular la ceja arqueada o la sonrisa torcida. Todos sabían lo que eso significaba: un enero efímero y doce meses de excusas.

Clara llevó un diario desde los tiempos de su adolescencia, lleno de listas con títulos como “Propósitos para cambiar mi vida” y subtítulos menos ambiciosos como “Bajar al menos un kilo antes de abril”. Ahí estaba todo, desde aprender francés hasta no comprar en Amazon después de medianoche. Cada entrada cerraba con una firma meticulosa, como si eso le diera peso jurídico a sus compromisos.

En enero, Clara era una maratonista del optimismo. Pero, como los babilonios jurando ser mejores gobernantes, su ímpetu terminaba aplastado por las mismas fuerzas que lo creaban. ¿Podía ella, una simple mortal, luchar contra la atracción gravitatoria de un pastel de chocolate o la promesa seductora de “un último capítulo” en Netflix?

Este año, Clara decidió revisar sus propias tradiciones. Comenzó con un paseo por internet, donde las promesas rotas flotaban como globos pinchados: “No voy a comer comida rápida”, proclamaba un foro, mientras los comentarios estaban llenos de confesiones que olían a hamburguesas recién hechas.

En su investigación, tropezó con una entrada que mencionaba a los romanos y su limpieza de primavera sobrenatural. “¿Supersticiones y trapeadores?” pensó, pero el concepto le pareció curiosamente efectivo. Al día siguiente, Clara encontró un viejo trapo en su armario y lo agitó como una bandera blanca. Sacó el polvo de las esquinas y encontró un bolso olvidado que aún tenía las entradas para un concierto de 2019. Decidió que su primer propósito no sería escalar el Everest de la perfección, sino, más bien, rescatar a los pequeños soldados caídos de su caos cotidiano.

Sin embargo, la batalla con el gimnasio era inevitable. En un intento desesperado por imitar la determinación babilónica, Clara se inscribió en una clase de spinning y aguantó exactamente siete minutos. Cuando abandonó la bicicleta, sudando como si hubiera regado toda Mesopotamia, un instructor demasiado entusiasta gritó: “¡Lo importante es el esfuerzo!”. Clara sonrió, asintiendo con un sarcasmo que solo ella podía entender. “El esfuerzo, claro. El camino al infierno está pavimentado con intentos sinceros y bicicletas fijas”, pensó mientras se dirigía al bar de zumos.

A finales de enero, Clara celebró su tradicional “Noche de Fracasos”. Sacó su diario, tachó con furia los propósitos que ya había abandonado y se sirvió una copa de vino como homenaje a la irónica inercia humana. Por alguna razón, ese acto le pareció más honesto que cualquier otra cosa. Si los romanos podían empezar de cero con una limpieza de primavera y los puritanos con un sermón, ¿por qué no podía ella reescribir sus reglas sobre la marcha?

El 1 de febrero, Clara no juró mejorar ni se prometió milagros. Cerró el diario y, por primera vez en años, salió a caminar sin su lista de tareas pendientes. El viento fresco le rozó la cara, y por un momento, pensó que quizá, solo quizá, había encontrado un propósito que podía cumplir: aprender a ser amable consigo misma. Aunque, claro, eso también podría esperar hasta mañana.

"La salud puede hacer dinero, pero el dinero no puede hacer salud." (Maria Edgeworth, nacida el 1 de enero de 1768 para ofrecerme una frase que me viene a huevo: a mis amig@s les deseo salud y a mis enemig@s, dinero)

La chica del vídeo tiene un auténtico mareo emocional: demasiada adicción al móvil. Bueno, a los menajes que le envían y ella se resiste a contestar, como  nosotr@s hemos hecho alguna vez.

Mareig emocional

Va mirar el mòbil, el missatge encara sense obrir. Feia dos dies que no responia, però cada cop que l'esborrava mentalment, tornava amb més força, com les onades contra una roca cansada. Va sortir al balcó, l'aire fred li mossegava la pell, però no calmava el vertigen. Va prémer enviar un “ja ho parlarem” i es va deixar caure al sofà. El mareig no era físic, sinó aquell buit de saber que un adéu no arregla res, només allarga l'inevitable. La ciutat seguia bullint a fora, però dins, tot era silenci i una estranya melodia desafinada.


 

 

 

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