LAS COMPUERTAS DE LA TERNURA
El sonido del agua goteaba desde la cañería del lavabo. Cada golpe contra el metal oxidado era un eco mínimo en la penumbra del apartamento. Sofía se inclinó sobre el fregadero, dejando que sus dedos tocaran el agua helada. La tensión en su espalda subía como una cuerda que alguien seguía tensando más y más. Había venido a hablar, pero las palabras se habían quedado atrapadas en su garganta.
En el sillón, Marco jugaba con un mechero, encendiéndolo y apagándolo, hipnotizado por la pequeña llamarada que nacía y moría con cada clic.
—No deberías tener eso encendido tanto tiempo —murmuró ella sin volverse.
—No lo hago por quemar cosas, lo hago por evitar que se me quemen dentro —respondió Marco.
Las palabras flotaron entre ellos, rozando las paredes, buscando un lugar donde asentarse. Sofía cerró el grifo y dejó que el frío se aferrara a sus manos. Era mejor sentir algo que dejarse inundar.
—No quiero que me desborde —dijo al fin, girándose hacia él—. La ternura. Esa que llevo guardando desde que sé que nunca echará raíces en un terreno como este. Y, aun así, tú sigues estando demasiado cerca de la esclusa.
Marco levantó la mirada, sus ojos oscuros con ese brillo que siempre parecía un secreto a punto de revelarse.
—Tal vez me guste el riesgo. Tal vez sea eso lo que me mantiene aquí.
—Tú no entiendes lo que significa abrir las compuertas —replicó ella, cruzándose de brazos—. No sería un arroyo tranquilo. Sería un torrente que te arrastraría. Que nos ahogaría.
Marco dejó el mechero sobre la mesa. Se levantó con la calma de alguien que sabe que la tormenta está al caer. Caminó hasta quedar a un paso de ella, el espacio entre ambos lleno de silencios que hablaban más que cualquier grito.
—Si me ahogo, será porque quise. Porque vale la pena.
Sofía sacudió la cabeza, apartándose. Sentía las paredes del apartamento cerrándose como una jaula que había construido ella misma. Todo lo que había enterrado, cada recuerdo, cada él, parecía surgir en oleadas.
—No entiendes, Marco. Si te ahogas, no solo serás tú. Yo quedaré con la tierra seca. Vacía.
—Entonces deja que la tierra se inunde —respondió él—. Tal vez sea lo único que pueda salvarla.
Ella retrocedió, tocándose las sienes, como si pudiese frenar el ruido que rugía dentro. Pero el eco de sus propias palabras la alcanzó. "Amores baldíos". Había cultivado demasiados, arrancando de cuajo cualquier brote que se atreviera a desafiar la infertilidad de su corazón. Y ahora, frente a ella, Marco pedía que abriera las compuertas.
—No es tan simple —susurró, sus labios temblando como hojas bajo un viento que no cesaba—. Si lo abro, no habrá vuelta atrás.
Marco alzó una mano, pero no la tocó. Se quedó suspendida entre ellos, un puente invisible que ninguno se atrevía a cruzar del todo.
—No quiero que haya vuelta atrás. Sofía, no quiero menos de ti. Nunca lo quise.
El agua del grifo seguía goteando. Una gota tras otra, marcando un tiempo que ya no podía medirse con relojes. Sofía cerró los ojos y dejó que el torrente se desbordara. Porque algunas esclusas, cuando se rompen, no solo arrasan: también traen vida a la tierra seca.
«Placer y pena son los dos únicos resortes que mueven y moverán el mundo» (Claude-Adrien Helvétius, nacido el 26 de enero de 1715 se equivocó en cuanto a uno de los resortes. Uno es el sexo –placer; el otro es el dinero –que pena no tenerlo)
Y que cumplas muchos más de los 78 de hoy sin perder esa pasión con la que cantas. Menuda frase esta: "Ya no te quiero, pero todavía te busco, porque no sé vivir sin tu tiempo".
Et vaig estimar
Et vaig estimar amb l'ànima nua, com un crit que es perd en l'aire. Els teus ulls, dos abismes on em submergia sense por, mentre el teu cos era el meu temple, el meu univers. Però els anys van arruïnar els jardins on ballàvem, les paraules es van oxidar, i aquell amor va quedar encallat en un crit llarg, com l'eco d'un record. Ara només et veig en els somnis, una ombra que em reclama des de la distància. Ja no t'estimo, però encara et busco, perquè no sé viure sense el teu temps.

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