EL SUBASTADOR DE MINUTOS
Los latidos del corazón de Julia sonaban como un tambor desafinado mientras subía las escaleras del edificio gris. Cada peldaño parecía robarle un segundo de vida, y el eco de sus pasos resonaba como un reloj de arena que se vacía demasiado rápido. Había llegado tarde, otra vez.
En la puerta, un hombre con un traje ajustado y gafas de sol la detuvo con un gesto brusco.
—¿Nombre?
—Julia Aranda. —Su voz era apenas un susurro, arrastrado por el peso del
cansancio.
El hombre la escaneó de arriba abajo, como si pudiera leer los segundos restantes en su reloj interno. Tras unos segundos que se sintieron como minutos, asintió y la dejó pasar.
El salón estaba abarrotado, pero no de la forma caótica que ella recordaba de otras subastas. Aquí, las personas estaban inmóviles, concentradas en la pantalla gigante que dominaba la sala. En ella, números giraban como las cifras de un contador geiger, pero más crueles. Cada cifra representaba algo intangible y aterrador: tiempo.
—Lote número 243: cinco minutos y treinta y dos segundos. Comenzamos en 15,000 euros —anunció una voz metálica desde un altavoz oculto.
Julia se dejó caer en una de las sillas al fondo de la sala. Su piel todavía sentía el frío de la calle, y las puntas de sus dedos temblaban como hojas en el viento. Alrededor, los asistentes apenas respiraban. Sus ojos brillaban con un hambre insaciable, clavados en la pantalla como si miraran la promesa de la eternidad.
Julia no había planeado estar allí. Nadie planea vender lo único que nunca podrá recuperar. Pero el banco le había dado un ultimátum, y su reloj interno, marcado por un brazalete de acero que registraba cada segundo de su vida restante, mostraba números que disminuían más rápido de lo que podía procesar.
Mientras esperaba, recordó la primera vez que escuchó hablar de las subastas de tiempo. Fue en una cafetería, cuando un hombre de rostro inexpresivo le explicó que el tiempo ya no era solo relativo; ahora era negociable. Desde entonces, los ricos compraban minutos, horas, días, y los pobres los vendían, arriesgándose a vivir vidas comprimidas en jornadas de trabajo cada vez más largas y extenuantes.
La primera puja por los cinco minutos terminó en 27,000 euros. Una mujer con cabello perfectamente peinado y un reloj dorado en su muñeca salió de la sala con una sonrisa apenas visible. Julia sintió que su garganta se cerraba.
Cuando
su turno llegó, la pantalla mostró su nombre, su edad y, lo más cruel de todo,
su tiempo restante: “3 años, 2 meses, 14 días, 6 horas, 32 minutos, 8 segundos.”
El subastador se aclaró la garganta.
—Julia Aranda ofrece quince minutos. Lote número 344. Comenzamos en 10,000 euros.
El aire en la sala pareció espesarse. Julia sintió el sudor frío en la nuca, un hormigueo que recorría sus brazos como un enjambre de insectos invisibles. Quince minutos. Quince insignificantes minutos que podían representar una eternidad para quien tuviera suficiente dinero.
Las pujas comenzaron, rápidas y despiadadas. Julia apenas escuchaba las cifras. En su mente, intentaba calcular qué podía hacer con el dinero que recibiría: pagar la renta, comprar la medicación para su madre, tal vez ahorrar unos segundos para ella misma. Pero los números de su reloj interno seguían descendiendo, acompañados por el sonido sordo de su corazón que martillaba en su pecho.
—65,000 euros. ¿Alguien más? —La voz metálica cortó el aire.
El martillo cayó. Julia había vendido quince minutos.
De regreso en la calle, la luz de las farolas era demasiado brillante, casi agresiva. Su brazalete mostraba un nuevo número: 3 años, 2 meses, 14 días, 6 horas, 17 minutos, 8 segundos.
Julia exhaló un aliento que parecía arrastrar todo el oxígeno de su cuerpo. El frío ya no era un recordatorio de la vida, sino de algo más básico, más animal: la fragilidad de su existencia.
En la esquina, un joven que no tendría más de veinte años se acercó a ella. Su reloj interno estaba cubierto por un guante, pero Julia sabía que él también llevaba uno. Todos lo llevaban.
—¿Cuánto por un minuto? —preguntó el joven. Su voz estaba cargada de desesperación, y sus ojos eran como dos agujeros negros.
Julia lo miró durante un instante eterno. Su respuesta quedó atrapada en su garganta, como si supiera que, al responder, algo más que el tiempo desaparecería de su vida.
La ciudad siguió girando a su alrededor, indiferente.
El final no llegó. Solo el tiempo lo hizo.
«En tiempos de hipocresía, cualquier sinceridad parece cinismo» (William Somerset Maugham, nacido el 25 de enero de 1874 para ser un escritor prolífico y bien pagado lo que le permitió decir casi todo lo que pensaba. Poderoso caballero don dinero)
Hoy hubiese cumplido 87 años pero se quedó en 73... su adicción a la más "valiente" de todas las drogas no le ayudó con su leucemia.
Només Vull Estimar-te
La nit s’estenia com una manta vellosa, envoltant la ciutat en un silenci càlid. Des de la finestra, ella el veia arribar, silueta fosca contra el fanal. Les seves mans tremolen mentre encén una vela, projectant ombres capritxoses a les parets. Un somriure es dibuixa als seus llavis, una promesa silenciosa. A dins, el cor li bategava com un tambor, acompassant el ritme d’una cançó que només ells dos entenen.

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