miércoles, 26 de febrero de 2025

 EL OCÉANO ENTRE NOSOTROS


Lloré.

Lloré hasta que me dolieron los huesos, hasta que mi cuerpo se convirtió en un cauce seco que solo sabía temblar. Al principio, las lágrimas rodaban como agua sobre piedra, desapareciendo en la nada, pero seguí llorando. Lloré sobre el umbral de la puerta que aún tenía tu sombra, en los espejos que devolvían un rostro que no reconocía, sobre las sábanas donde antes dormíamos juntos. Lloré tanto que dejé de notar el hambre, el sueño, el tiempo.

Y entonces, sin darme cuenta, el suelo bajo mis pies empezó a oscurecerse.

Al principio pensé que era un charco. Después, el desbordamiento de tu recuerdo. Pero la casa estaba intacta. Solo que, de alguna forma, mi llanto no se evaporaba, no se absorbía en la tierra ni desaparecía como el agua debería hacerlo. Se quedaba.

Y seguí llorando.

Las lágrimas se expandieron, primero llenando el cuarto, después desbordando la sala, el pasillo, los escalones de la entrada. Salieron a la calle, mojaron los adoquines y los pies de los transeúntes que se detenían un instante, confundidos, como si sintieran el eco de un dolor que no sabían nombrar.

Hasta que nadie pudo ignorarlo.

Los periódicos lo llamaron "el mar de la ausencia". Dijeron que había nacido en una ciudad sin agua, en un piso pequeño donde alguien, un hombre común, había llorado más de lo posible. Los científicos llegaron con instrumentos fríos, intentaron medir la densidad del dolor, calcular la salinidad de la nostalgia. Sumergieron sus sondas en el abismo salado, buscando respuestas que la razón no podía dar. Los filósofos se rindieron a la poesía, escribieron tratados sobre la pesadez de la ausencia, sobre el peso invisible del amor perdido. En las pantallas, los debates se llenaron de palabras vacías, pero nadie podía negar la verdad líquida que se extendía por las calles.

Y yo, en el centro de todo, no dejé de llorar.

Porque seguías sin estar.

Entonces, una noche, cuando la ciudad se había acostumbrado al océano, cuando los barcos ya navegaban entre semáforos hundidos y azoteas convertidas en islas, sucedió.

Sentí un oleaje distinto. Un movimiento en el agua que no venía del viento ni de las corrientes. Y después, un sonido: una nota baja, un canto que vibró en el fondo de mi pecho.

No quería mirar.

Porque si miraba y no eras tú, si miraba y era solo el agua, solo la ciudad hundida, solo mi propio reflejo en la superficie temblorosa, la desesperación me partiría en dos.

Pero lo hice.

Y ahí estabas.

No como antes. No como te recordaba, con tu abrigo desajustado y tu manera de reír inclinando la cabeza hacia atrás. Eras algo más. Algo fluido, algo que se deslizaba entre las olas como si el agua y tu piel fueran lo mismo.

Mis lágrimas te habían construido un camino.

Quise llamarte. Quise nadar hasta ti, tocarte, decirte que nunca, nunca quise esta distancia. Pero no podía.

El océano nos había dado una forma de vernos, pero no de alcanzarnos.

Y entonces, supe que seguiría llorando.

Porque, aunque las lágrimas nos habían reunido, también eran lo único que nos mantenía separados.

«Fue el dicho de un antiguo sabio que el humor era la única prueba de la gravedad, y la gravedad del humor. Porque un tema que no soportaría la burla era sospechoso; y una broma que no soportaría un examen serio era ciertamente un ingenio falso» (Anthony Ashley Cooper, nacido el 26 de febrero de 1671 para tomarse con humor las cosas graves y seriamente las cosas humorísticas. No lo encerraron en un manicomio)

Y que cumplas muchos más de los 81 de hoy aunque tu voz no siga siendo la misma. Por cierto ahora la canción del vídeo se llamaría "hacer un rubiales".

El pes de la veu

Es va quedar a la porta, amb la mà en l'aire, sense atrevir-se a tocar. Sabia que si picava, l’altra banda del món s’obriria de nou, que les paraules serien dolces i els ulls, llacs tranquils. Però també sabia el pes invisible de cada abraçada, l’ombra que es filtrava entre els dits quan la pell es refredava.

Va recordar la veu, aquella veu que l’havia bressolat i afonat alhora. I va fer l’únic que mai havia pogut: girar-se, baixar les escales i no tornar mai més.



 

 

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