EL ARTE DE LA HUMILLACIÓN
Donald Trump se acomodó en su butaca con la expresión de quien está a punto de dar una lección magistral sobre cualquier tema, aunque no lo domine. Estiró los lados de su chaqueta con un gesto rígido, una maniobra inconsciente que su cerebro ejecutaba en un intento desesperado de calmarse. Enfrente, Volodímir Zelenski cruzaba los brazos, su postura una barrera, un muro invisible ante la tempestad que se avecinaba.
La reunión en el Despacho Oval había comenzado con una de esas cortesías afiladas que Trump prodigaba con la sutileza de un elefante en una cristalería.
—Mira quién se ha vestido para la ocasión —dijo, con una sonrisa torcida. Las cámaras captaron cada matiz de su sarcasmo.
Zelenski, en su ya habitual atuendo verde oliva, inclinó la cabeza. No contestó. Sabía que, en esta partida, el primero en hablar solía perder.
Mike Vance, el vicepresidente estadounidense, se acomodó en la butaca a la derecha de Trump. No había venido para observar. En los encuentros de alto voltaje, la estrategia consistía en formar un frente coordinado: mientras uno disparaba, el otro cargaba munición. Zelenski estaba solo, y Trump quería que todos lo notaran.
—Dime, Volodímir, ¿cuánto dinero más necesitas? Porque, honestamente, creo que hemos sido más que generosos.
Zelenski sostuvo la mirada. Se inclinó ligeramente hacia adelante, gesto que indicaba convicción. Sus manos se movieron acompasadas con su discurso, ilustrando cada palabra. Había aprendido que el lenguaje corporal era una trinchera tan importante como cualquier línea de defensa en el campo de batalla.
—No es cuestión de generosidad, señor presidente —dijo con tono firme—. Es cuestión de compromiso. La seguridad de Europa no es una limosna. Es una inversión.
Trump resopló y negó con la cabeza. Extendiendo la palma de la mano en un gesto de stop, lo interrumpió.
—Te voy a parar ahí mismo, amigo. Porque lo que estás diciendo es ridículo.
A su lado, Vance sonrió con una media mueca. La sincronización era impecable. Trump atacaba, Vance reforzaba la estocada.
Zelenski ladeó la boca en una expresión de desprecio apenas perceptible. Su cabeza se alzó un par de grados. Era un acto reflejo, pero el mensaje era claro: no estaba allí para inclinarse. Los silencios hablaban tanto como las palabras.
Trump golpeó la mesa con los nudillos.
—Tienes que entender que yo hago tratos. Buenos tratos. La gente dice que hago los mejores tratos. Pero esto... ¡esto que me pides! ¡Esto no es un trato, es un chantaje!
El presidente ucraniano sintió la tensión acumulándose en la sala como una tormenta eléctrica. Podría haber respondido con ira, con vehemencia, con la furia de un país en guerra. Pero sabía que la verdadera batalla no se libraba en aquella sala. Se libraba en la opinión pública, en la percepción global de quién era el agresor y quién la víctima.
Zelenski no estaba allí para negociar. Trump no estaba allí para escuchar.
Pero el mundo estaba mirando.
Y eso, en política, lo era todo.
«La moda es el campo de juego para los individuos que carecen de autonomía interior y necesitan más puntos de apoyo, pero que, sin embargo, sienten la necesidad de destacarse, de ser atendidos y considerados aparte del resto» (Georg Simmel, nacido el primer día de marzo de 1858; su padre puso el chocolate –ese tan rico- en el mundo y él no siguió la moda de mezclar tan rico alimento con los melindros)
Y que cumplas muchos más de los 83 de hoy junto con tus compañeros de banda -musical, por supuesto.
Un instant etern
Vaig aprendre a ballar amb tu, malgrat el pas insegur, el ritme trencat. Cada somriure teu era una melodia que jo intentava seguir, un compàs que feia vibrar l’aire entre nosaltres. No vas prometre res, però et vas quedar. No vas dir que m’estimaves, però els teus dits, lleugers sobre els meus, ho van confessar en silenci.
Ara, mentre la música s’atura i el món torna a l’habitual soroll sord, sé que no et puc retenir. Però no em dol. Perquè, per un instant etern, m’has fet tan feliç.
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