MANUAL DE CRUCE PARA HUMANOS DESUBICADOS

Lo primero que hizo al llegar a Shibuya fue buscar el botón para pausar a la gente. No lo encontró. Segundo intento: fingir que sabía a dónde iba. Fracaso rotundo. Al tercer paso ya era parte del experimento: un señor con pinta de GPS estropeado dando vueltas en medio de una coreografía masiva.
Desde la pantalla, un gato 3D lo miró como quien observa a alguien que ha perdido no solo el rumbo, sino también el manual de instrucciones para ser turista.
—Aquí no se cruza —le dijo una adolescente sin despegar la vista de su móvil—. Aquí uno sobrevive.
Se dejó arrastrar por la marea humana hasta una esquina donde un semáforo parpadeaba como si dudara de su propia existencia. Frente a él, un cartel prometía que por mil yenes uno podía comprar felicidad, o al menos Wi-Fi.
Entonces entendió el secreto: nadie en Tokio sabe exactamente qué hace, pero todos lo hacen con estilo.
Se ajustó la bufanda como quien se prepara para una batalla silenciosa, levantó la vista hacia el gato gigante, y con la dignidad de un samurái jubilado, murmuró:
—Vamos, Shibuya. Hoy no me pierdes tan fácil.
Y volvió a cruzar. Por quinta vez. Al mismo lado.
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