domingo, 30 de marzo de 2025

DONDE EL TÉ FLORECE


Cada mañana, desde la ventana del tren, ella saludaba al monte sagrado. El Fuji devolvía la cortesía con una reverencia blanca, tímida tras su velo de nubes. Lo había convertido en su confidente mudo, su dios sin altar.

Aquel día de primavera, bajó en un pueblo que olía a cerezo recién abierto. El río susurraba historias entre las piedras, y los niños jugaban a esquivar el tiempo. Caminó sin saber adónde, guiada por una promesa que no recordaba haber hecho.

La encontró en una casa de madera, arrodillada sobre un tatami, midiendo el silencio en cucharadas de matcha. Sus movimientos eran lentos, como si cada gesto contuviera siglos. Al verla, no dijo nada, pero le sirvió el té con la precisión de quien sabe que no hay segundas oportunidades.

—Hace años que esperaba que volvieras —murmuró la mujer, sin mirarla a los ojos.

Ella sonrió, aunque nunca había estado allí. O tal vez sí.

El té tenía gusto a reencuentro, a nieve derretida y pétalos cansados. No preguntó su nombre. Solo bebió.

Cuando se fue, el Fuji ya no estaba oculto.

Y en la taza vacía, flotaba una flor que no había caído.


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