miércoles, 7 de mayo de 2025

 FUMATA IN CORPORE


Dieciséis días después de la muerte —certificada, martilleada, silenciada— se celebró el cónclave. El término suena a gloria, pero en realidad significa algo tan espiritual como “encierro sin derecho a postre”. Dicen que el Espíritu Santo entra en la Capilla Sixtina como brisa fresca. Yo lo vi entrar como corriente de aire acondicionado defectuoso.

Desde mi butaca de observador (una silla plegable de Ikea convenientemente tapizada con terciopelo burdeos), asistí al desfile de cardenales. Parecían cuervos con escoliosis, arrastrando los pies por mármol noble como si la salvación pesara. Y pesaba. Sobre todo en las listas.

Los votos empezaron temprano. En latín, por supuesto, porque si vas a conspirar por el alma del mundo, mejor hacerlo en una lengua muerta.

Dominus cardinalis Bellucci, pro quem suffragium fertis?

Io voto per me stesso. (Lo cual es tanto pecado como costumbre.)

Las papeletas se doblaban como secretos, se quemaban como pretextos. De vez en cuando, alguien tosía con teatralidad. Otros rezaban. Uno dormía con los ojos abiertos. Lo supe porque roncaba en latín.

La primera fumata fue negra. Negra como la agenda de contactos del difunto. Negra como la sotana de los que no querían perder su parcela de cielo.

La segunda, también. El humo salía denso, húmedo, asfixiante. Como si quemaran algo más que papel. Y quizás lo hacían.

    ¿Qué le echan a eso? —pregunté a una monja de mantenimiento.

—Currículums y arrepentimientos, en partes iguales —me dijo sin pestañear.

Los días pasaban. Alguien propuso elegir al más viejo, por abreviar el proceso. Otro al más joven, por simular renovación. Uno incluso sugirió a un cardenal retirado que vivía en Lanzarote. Decían que sabía hablar con delfines y nunca había dicho una palabra ofensiva en sus 82 años de vida. Fue descartado por “falta de carácter”.

El cuarto día, un murmullo recorrió la Capilla. Una alianza secreta había cuajado, como una bechamel espesa. Votos cruzados, favores reciclados, pecados mutuos silenciados. El humo estaba listo.

Pero la chimenea, no.

Al parecer, el sistema de ventilación del Vaticano llevaba siglos sin modernizarse. El humo blanco, tan esperado, salió… gris perla con destellos lilas. Un cardenal gritó “¡es la paloma!” y se desmayó de emoción. Otro pidió repetir la quema. Un tercero propuso que la elección se validara por whatsapp.

Yo miré hacia arriba. No por fe, sino por curiosidad.

Entonces lo vi.

En el humo, claramente delineado, apareció por un instante el perfil del Papa muerto. O eso me pareció. Unos decían que era una paloma. Otros, el Espíritu Santo. Uno, que era Juan Pablo II pidiendo que lo dejaran descansar. Nadie estuvo de acuerdo, lo cual en el Vaticano es prueba suficiente de autenticidad.

    ¿Es blanca? —preguntó alguien.

—Depende del pecado que estés dispuesto a perdonar —respondió otro.

Y así, entre ambigüedades cromáticas y discusiones teológicas sobre los tonos pastel, se proclamó la elección.

El nuevo Papa apareció al anochecer. Un hombre delgado, con rostro afilado y sonrisa que olía a incienso y poder. Saludó al pueblo desde el balcón con una voz que parecía prestada.

Habemus Papam. —anunció el Camarlengo, pero nadie aplaudió. Todos esperaban que lo repitiera tres veces, por si acaso.

Esa noche, volví a soñar con martillos. Pero esta vez, el de plata golpeaba sobre una urna. Y el de bronce, sobre la espalda del elegido.

Me desperté empapado en humo. Olía a papel quemado y lavanda. En mi mesilla, una nota manuscrita: “Franciscus no respondió al tercer llamado. Pero aún escribe en las sombras.”

Desde entonces, la chimenea de la Capilla Sixtina exhala a veces un suspiro.

No de humo. De duda.

«El amor es lo que hace que dos personas se sienten en medio de un banco y no en los extremos» (Robert Browning, nacido el 7 de mayo de 1812 para ser poeta y decir cosas dulces, no para hacer el famoso pastel que lleva su apellido)

 Y que cumplas muchos más  de los 54 de hoy aunque duermas en camas "mulliditas" es decir, con muelles.

L’última embestida

La va prendre contra la paret, amb la desesperació d’algú que sap que no hi haurà demà. Els gemecs trencaven el silenci d’una nit que els vestia només amb suor i urgència. Ella l’enfonsava amb les ungles, ell li mossegava el coll com si pogués quedar-s’hi.

Cada empenta era un comiat, cada espasme, una promesa no dita. El llit va grinyolar la seva rendició mentre el sol apuntava tímid des de darrere dels finestrons.

Quan va marxar, encara li tremolaven les cuixes. I sobre els llençols arrugats, l’olor d’ell: la prova que, tot i marxar, no se n’aniria mai del tot.


 

 

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