LA VICTORIA FUE UN PROTOCOLO
—No sonrías tanto, Schmidt. Pareces un panfleto.
Fue lo primero que me dijo el director de prensa cuando entré en el Ministerio aquel 8 de mayo. Llevaba una semana ensayando mi sonrisa frente al espejo porque me habían asignado la lectura del comunicado de paz. Mi bigote era incipiente, mi voz temblaba como la moneda nacional, y el papel oficial olía a humedad y cloroformo diplomático.
—Di que hemos ganado, pero sin ofender a nadie —añadió—. Ni a los rusos, ni a los americanos, ni a los muertos. Sobre todo a los muertos.
Yo tenía veinticuatro años, tres trajes decentes y un diploma que decía “experto en retórica institucional”. Me habían fichado porque mi abuelo fue diputado antes de que lo fusilaran, lo cual, al parecer, me daba cierta autoridad moral en el nuevo orden. En el fondo, todos buscaban eso: una genealogía trágica con valor simbólico.
El comunicado que leí era un collage de eufemismos: “restitución del equilibrio europeo”, “fin de las hostilidades en el frente occidental”, “cooperación entre potencias aliadas”. Lo leí sin respirar, como se recita una fórmula mágica que nadie entiende pero todos temen.
Los soldados estaban demasiado ocupados saqueando los relojes de los burgueses como para escucharme. El pueblo aplaudía porque por fin había un día libre que no incluía bombardeos. Y los ministros brindaban con coñac español, que era lo único que aún no estaba racionado.
—Recuerda esto, Schmidt —me susurró el subsecretario mientras me servía más coñac—: la paz no es el fin de la guerra, es su sucesora con mejores modales.
Durante los meses siguientes me dediqué a redactar discursos de reconstrucción. Cambié “reparaciones” por “inversiones”, “vigilancia militar” por “cooperación estratégica”, “ocupación” por “transición”. Me volví un maestro de la semántica reversible.
Los políticos de entonces hablaban mucho de “memoria” mientras enterraban archivos, y de “justicia” mientras reciclaban funcionarios del régimen anterior. En secreto, todos sabíamos que lo único realmente nuevo era el nombre de la calle principal, que ya no homenajeaba a un mariscal sino a una flor: Avenida de la Amapola.
Un día pregunté si podíamos escribir un decreto que declarara ilegal la palabra “esperanza”. Me respondieron que no, que eso sonaba demasiado honesto. Me asignaron, en cambio, la redacción del “Manifiesto de los nuevos comienzos”.
Así descubrí que en política no hay finales. Solo comienzos que ya vienen precocinados.
Y si acaso me preguntan qué aprendí aquel 8 de mayo, responderé esto:
La paz fue una firma. La libertad, una nota al pie. La victoria, un protocolo.
«La victoria ha sido ganada por el pueblo, no por los políticos. El mundo celebra, pero la única victoria verdadera será la justicia» (Esta frase la dijo Albert Camús el 8 de mayo de 1945 día en que la Alemania nazi firmó la rendición incondicional. Hoy, por tanto se cumplen 80 años de aquella victoria y el mundo parece abocado a repetir el mismo error)
Y que cumplas más de los 81 de hoy y, aunque estemos en mayo, súbete la cremallera que el calor todavía no ha entrado... o si? Aunque tu eres del grupo de los Tiranosaurios Rex y esos son de sangre fría.
Baixant les cremalleres del cel
La Laia duia els pits a punt de batalla i els llavis pintats com un semàfor sense normes. Ell, assegut al capó del Dodge, fumava com si cada calada fos l’última.
—Et pujo al cel o t’hi estavelles sola? —li va xiuxiuejar.
Ella li va estirar la cremallera amb dues ungles negres. La cançó de T. Rex bramava dins del cotxe mentre les seves cames s’enroscaven com cables d’ampli.
Van suar rock dur. Van grunyir com guitarres trencades.
Quan tot es va acabar, el cel seguia allà. Però ja no els feia falta.
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