LA LÁMPARA QUE ENCENDÍA RECUERDOS
A veces me olvido de que estoy viva. No de forma dramática, no. Más bien como quien se deja una rebanada de pan en la tostadora y, horas después, al volver a la cocina, la encuentra ahí: intacta, seca, todavía pan.
Vivir se me ha ido quedando pegado al cuerpo, como esas mantas viejas que abrigan por costumbre. Ya no espero nada. Tampoco temo mucho. Y sin embargo, hay días como hoy en que algo... titila.
Mi nieta me regaló una lámpara. Fea. De esas que cambian de color como si fueran adolescentes buscando atención. La dejó en mi mesita de noche, entre el frasco de las pastillas que no distingo sin gafas y el reloj que no uso porque ya solo me despiertan las ganas de orinar.
No la encendí en semanas. ¿Para qué? Bastante tengo con encenderme yo por las mañanas.
Pero ayer, en plena madrugada, cuando el insomnio me palmeaba el hombro como un conocido inoportuno, la toqué. Solo para hacerla callar, como a un gato insistente. Se encendió.
Y entonces ocurrió.
Primero, el olor. El de la tarta de manzana que mi madre hacía cuando llovía. Era jueves. Siempre llovía en jueves, o eso quiero creer. Luego, el sonido: la risa de mi hermano, la auténtica, la que tenía dientes de leche y una promesa de verano.
La lámpara seguía brillando. No como una lámpara. Como una ventana.
Me atreví a mirar más allá.
Vi a Luis, mi primer novio, el de los poemas malos y los besos torpes. Sentí su mano en la mía, el temblor del cine, la urgencia de todo lo que aún no sabíamos. Vi la falda que llevé aquel día, la de flores verdes. Y también el miedo de volver a casa con el rímel corrido y la mentira a medio ensayar.
Todo estaba allí. Flotando. Suave, sin reproches.
No lloré. No porque no pudiera, sino porque algo más hondo se había abierto: una ternura densa, antigua, que envolvía los recuerdos sin convertirlos en lamento.
La lámpara cambió de color. Azul. Y entonces me vi con mi hijo, recién nacido, mirándome como si yo tuviera todas las respuestas. Qué ironía. Años después, sigo sin tenerlas. Pero recordarlo así, pequeño y confiado, me bastó para saber que no hice todo mal.
Hoy la volví a encender.
Pero no por nostalgia. Lo hice porque me gusta sentir que aún tengo rincones por visitar, aunque sean antiguos. Porque quizás, mientras viva, no se trata de acumular más años, sino de iluminar los que ya tuve con la luz justa.
La lámpara está ahora encendida, pero no muestra nada nuevo. Solo brilla, tibia, como esperando.
Tal vez esta noche me muestre a mí misma, tal como soy: una anciana que ya no espera milagros, pero aún cree en el poder de una luz bien colocada.
(Relato de la colección: "ARQUITECTURAS INVISIBLES Lo que se abre cuando nadie mira")
«Nada es más sorprendente en la Europa de hoy que la rapidez con la que lo impensable se vuelve aceptado» (Esta frase, totalmente actual, la dijo Anne O’Hare McCormick entre el 16 de mayo de 1882 y el 29 de mayo de 1954. Por algo a la autora le concedieron el Premio Pulitzer en 1937)
Y que cumplas muchos más de los 63 de hoy aunque tengas que decir "adios" a much@s mas y te quedes en una calle sin salida.
El silenci després
Quan va tancar la porta, no va tremolar ni un got damunt la taula. Només el meu cor, que va quedar penjat d’aquella maneta com una jaqueta que ja ningú pensa tornar a posar-se.
No em vas dir adéu, ni et vas endur res. Només el soroll de les cançons compartides, aquell disc ratllat que mai acabàvem.
Ara la casa sona buida.
Però hi ha tardes que encara sents els meus crits, aquells que no et vaig dir mai.
Perquè no et vaig seguir.
Perquè sí te’n vas anar.
I jo, no.
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