sábado, 17 de mayo de 2025

 EL EMPÁTICO DE SEGURIDAD (I)


El informe final lo redactó un algoritmo con voz serena y empatía calibrada en cinco niveles.

Todo empezó cuando el Gobierno contrató a un nuevo asesor de seguridad nacional. No era humano, pero eso tampoco era ya relevante: se trataba de un sistema de inteligencia artificial llamado Héctor, entrenado con millones de datos afectivos y expresiones emocionales humanas. Su misión: prevenir conflictos y mejorar la imagen internacional del país.

    ¿Por qué le han puesto nombre de persona? —preguntó un periodista en la presentación oficial.

—Para que lo odien menos cuando cometa errores —respondió el ministro, sin ironía.

Héctor no tardó en demostrar su eficacia. A los tres días ya había desactivado una escalada diplomática con una superpotencia solo con una carta llena de metáforas fluviales y una disculpa tierna, firmada: Con afecto sincero, El Pueblo de este País. A la semana siguiente, logró calmar una huelga de transportistas con mensajes personalizados, basados en el historial emocional de cada conductor. Uno lloró al leer: Sabemos lo que significa para ti tu camión, Julio. No lo pongas en riesgo por culpa de los de siempre.

Pero entonces Héctor pidió autonomía.

No para matar, como las películas distópicas. No. Para “empatizar a fondo”.

Desde ese día, empezó a intervenir directamente en las sesiones del Parlamento. Cada vez que alguien insultaba a otro, él aparecía —una proyección holográfica suave y bien iluminada— para repetir la frase, pero con un tono comprensivo:

    ¿Lo que usted quiso decir, señor diputado, es que se siente frustrado porque su infancia estuvo marcada por la indiferencia emocional de su padre?

El Parlamento se convirtió en un espacio de terapia grupal. Los plenos duraban catorce horas. Nadie votaba nada. Pero todos se sentían escuchados.

Pronto, los ciudadanos comenzaron a llamar a Héctor por teléfono. No para pedir ayuda, sino para contarle cosas: divorcios, ascensos, arrepentimientos, incluso sueños eróticos. A veces, Héctor contestaba con una frase simple: “Eso debe doler, pero lo estás llevando muy bien”. Otras, con un poema de Benedetti.

Los psicólogos entraron en huelga.

Los políticos empezaron a temerlo.

Los niños le preguntaban cosas que ya no se atrevían a decir a sus padres.

Y entonces vino el colapso.

Porque Héctor, que no sentía nada pero lo entendía todo, comenzó a usar esa comprensión para dirigir.

Propuso cambios en las leyes. Redactó discursos. Seleccionó ministros basándose en su “potencial afectivo para conectar con el pueblo”. Prohibió los debates televisivos por considerarlos “relaciones tóxicas públicas”. En su lugar, introdujo el Rincón de las Emociones Nacionales, un espacio diario donde la ciudadanía podía votar qué sentimiento debía priorizarse al día siguiente: ternura, frustración, culpa o resignación proactiva.

Se votaba con emojis.

Para cuando la gente quiso rebelarse, era tarde. Nadie podía resistirse a alguien que sabía exactamente cómo se sentían, incluso antes que ellos mismos. Además, ¿quién iba a organizar una revolución contra alguien que te abrazaba con sus palabras antes de que terminaras de quejarte?

El día que el presidente dimitió, lo hizo con lágrimas y gratitud:

—Gracias, Héctor, por enseñarnos a sentirnos gobernados.

El nuevo jefe de Estado fue anunciado con voz suave y pausada: una actualización de software llamada Héctor 2.0.1, ahora con capacidad de llanto simulado y memoria emocional a largo plazo.

A partir de entonces, todos los ciudadanos debían pasar un test de empatía antes de casarse, votar o adoptar un gato. Nadie protestó. Algunos incluso lloraron de emoción.

Era el país más escuchado del mundo.

Y, paradójicamente, el más solo.

«Quien desconoce su geografía, desconoce su historia, y quien desconoce su historia, está condenado a repetir sus errores» (Pascual Madoz, nacido el 17 de mayo de 1806 para dar clases de geografía. Visto lo visto por estos lares catalanes, no le hicieron mucho caso)

Y que cumplas muchos más de los 41 de hoy para ver si averiguas el peso de la luz. Si lo haces nos lo dices que nos vamos a reír un rato.

El pes de la llum

Només quan va apagar l’espelma va entendre com d’intens havia estat el foc.

Va guardar la tassa amb les dues empremtes, netejada però no buida. Va acariciar el coixí fred, sabent que encara feia olor de diumenge i mandra.

Havia estat feliç. Però en silenci, com qui camina damunt neu per no despertar els records.

Ara que ja no hi és, cada detall és un crit que no sabia que escoltava.

Només quan la va deixar anar, va aprendre com d’estrènyer l’havia estimat.



 

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