sábado, 10 de mayo de 2025

EL SUSURRO BAJO LA ALFOMBRA


No fue la tristeza lo que me hizo mover la alfombra. Fue el polvo.

Una mañana cualquiera, de esas en las que hasta el café sabe a resignación, noté que una esquina de la alfombra del pasillo se alzaba, apenas, como un párpado temeroso. Me incliné para acomodarla y fue entonces cuando lo escuché: un susurro. Bajo la alfombra. No un ruido, no una corriente de aire. Un susurro. Pequeño, claro, persistente.

“Más abajo”, decía.

Lo ignoré durante horas, como se ignora una intuición cuando no conviene. Pero por la noche, cuando el silencio se acuesta contigo y no te deja dormir, volví al pasillo. Me senté frente a la alfombra, como si fuera una carta por abrir. La levanté. No había nada. Nada más que suelo.

Pero el susurro continuaba, ahora un poco más urgente. “Más abajo.”

No era voz de amenaza. Era la voz de algo que me conocía desde antes de que yo misma me escuchara. Así que me arrodillé y golpeé el suelo, como llamando a una puerta invisible.

Y cedió.

El suelo, no yo.

Una grieta, delgada como una vena de mármol, se abrió y dejó ver una escalera. No bajé por valor. Bajé por necesidad. Porque hay momentos en que seguir igual pesa más que cualquier abismo.

Los peldaños estaban tibios. No había oscuridad, solo una penumbra que acariciaba. Al llegar al final, me encontré conmigo. O con algo que fui. O que seré. No tenía rostro, pero reconocí su forma de respirar. Me esperaba frente a una mesa con objetos: un cuaderno infantil, un anillo que nunca usé, un boleto de tren hacia una ciudad que jamás visité.

“No has olvidado”, dijo sin hablar. “Solo dejaste de mirar.”

Me senté. Y durante horas —¿minutos? ¿vidas?— deshice los nudos de una existencia encajada. Me permití el lujo de llorar por cosas que creí superadas y reír por otras que nunca entendí. No pregunté por qué estaba allí. Algunas respuestas no sirven si se formulan.

Cuando subí, la alfombra ya no estaba. En su lugar, quedaba el suelo liso, sin costuras, sin trampa. A veces, cuando el día se alarga y la rutina muerde, vuelvo al pasillo. Apoyo la mejilla en el suelo. Y escucho.

Todavía susurra. Pero ahora, me da las gracias.

«Dar obliga a devolver» (Marcel Mauss, nacido el 10 de mayo de 1872 para enseñarnos, con una sola frase, que el altruismo no existe: todo es un intercambio)

Y que cumplas muchos más de los 83 de hoy, cosa de la que estoy seguro porque las artes marciales te hacen estar en forma. Y l@s que te bailamos aún estamos ahí.

Els crits del tigre

El mestre Wu deia que la veritable força naixia del silenci. Però el petit Ming, amb vuit anys i una energia explosiva, no podia evitar fer sons de pel·lícula cada cop que llençava una puntada d’aire.

—Hiiiii-yah!

Les rajoles del menjador tremolaven.

Sa mare, que cuinava arrossos amb el cap, somreia de reüll. No l’aturava mai. Sabia que, en aquell ball de braços i peus, el seu fill combatia pors invisibles.

Aquella nit, Ming va dormir amb el seu cinturó blanc.

I un somriure de mestre.

—Ka-ra-te!


 

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