INFLUENCER INVOLUNTARIO (I)
Todo empezó el día que subí una foto de mi desayuno y alguien me puso: “¡Qué crack! ¿Receta?”.
Era un huevo duro, Carmen.
No tenía receta, ni filtros, ni intención de ser simpático. Pero cometí el error de contestar. Y eso fue todo.
Un algoritmo despiadado, con más ansias de atención que un tertuliano en agosto, decidió que yo era contenido. Y no solo eso: que era gratis. Que podía monetizarme sin darme comisión. Que mi existencia anodina, mis paseos con las zapatillas rotas y mi cena a base de cereales eran lo suficientemente tristes como para generar engagement.
En una semana tenía 8.000 seguidores, dos amenazas de colaboración con una marca de yogures bioactivos y una abuela de Texas preguntando si podía rezar por mí. Me convertí, sin quererlo, en “el tío que desayuna como si odiara la vida”.
Y así empezó mi jornada laboral no remunerada.
Subía una foto y alguien analizaba mi vajilla. Ponía un vídeo y me corregían la postura corporal. Subía un silencio y me pedían más autenticidad.
Un día, con toda la dignidad que me quedaba, intenté salir de ese ecosistema. Cerré la cuenta. Respiré.
Y me llegó un correo de Instagram: “¿Todo bien? Tus seguidores te extrañan. ¿Quieres programar tu regreso?”
¿Mi regreso?
No había ido a ninguna parte. Solo había intentado recuperar el control de mi existencia, como quien arranca un cartel de “se alquila” de su propio dormitorio.
Pero era tarde. Al parecer, incluso sin publicar, seguía generando contenido: mis seguidores analizaban mi ausencia, hacían teorías, editaban vídeos con mis antiguas publicaciones y los subían a TikTok bajo hashtags como #ElHermanoPerdidoDeGrisom o #MinimalismoExtremo.
Y mientras yo lidiaba con el insomnio, los demás curraban de mí.
Porque esa es la trampa: tú crees que estás subiendo una foto, pero en realidad estás generando propiedad intelectual que no te pertenece. Crees que estás comentando, pero estás entrenando inteligencia artificial. Crees que estás siendo espontáneo, pero estás trabajando gratis para una multinacional que haría llorar a Marx de pura risa.
Y si protestas, te llaman boomer. O peor: poco agradecido.
Ayer, sin ir más lejos, me invitaron a una charla en una universidad sobre “creadores emergentes”. No acepté. No soy creador. Solo estaba desayunando. Pero alguien se tomó la molestia de imprimir mis publicaciones y colgarlas en una galería.
Me llamaron artista conceptual.
Repito: era un huevo duro, Carmen
«No es signo de buena salud estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma» (Jiddu Krishnamurti, nacido el 11 de mayo de 1895. Gozó de buena salud hasta que le se dio cuenta de lo enferma que estaba la sociedad y, cuando eso ocurrió, se convirtió en un inadaptado. Aunque se fue a la habitación de al lado a los 91 años)
Y la canción del vídeo fue una de las más escuchadas hace 50 años (mayo de 1975) Si no sabes el título te puedo ayudar a encontrarlo.
Ajuda amb condicions
Tocava a la porta del tercer segona cada cop que l'Elisa plorava. Amb un somriure, deia:
—Puc ajudar-te, si vols.
I ella assentia. Tant li feia si es tractava d’arreglar la rentadora o de fer-li companyia. Ell feia veure que només oferia mans, però sempre cobrava en silencis, en cafès que duraven massa, en mirades que es perdien al coll.
Un dia, l’Elisa no va obrir. El somriure se li va esborrar de cop. Al replà, només quedava l’eco de la frase: I can help...
Però ella, finalment, ja no ho necessitava.
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