EL LUGAR QUE SÓLO EXISTE SI NO LO BUSCAS (I)
Dicen que el camino no está en los mapas. Ni en los satélites, ni en las rutas recomendadas por las apps de senderismo. Algunos lo han encontrado por error. Otros, por necesidad. Y los más sabios, por rendición.
Yo llegué con una mochila de excusas y los pies rotos de ciudad. La pista de tierra se curvaba como una pregunta que nadie se atrevía a responder del todo. Los árboles parecían haber aprendido a susurrar entre sí. No era viento: era lenguaje vegetal, antiguo, hecho de roce, sombra y paciencia.
Caminé siguiendo los sonidos, no los senderos. El primer hallazgo fue un claro con un estanque verde esmeralda, tan quieto que parecía estar pensando. La superficie vibraba como si alguna criatura enorme respirara bajo el agua. Me senté a su lado, y la sombra de las hojas tejió sobre mi espalda un jersey que olía a infancia mojada.
Más tarde encontré las cabras. O, mejor dicho, ellas me encontraron a mí. Una marrón, más joven, me observó con esa mezcla de sospecha y despreocupación que tienen los animales que aún recuerdan lo que fuimos antes de tener jefes. Me acompañaron un tramo, como si supieran hacia dónde me dirigía. Luego se esfumaron. No huían. Simplemente se desmaterializaban cuando dejaban de ser necesarias.
La primera cascada apareció como una disculpa. Pequeña, íntima, no más alta que un suspiro. Me acerqué y mojé los dedos. El agua tenía memoria. No mía: suya. Recuerdos de piedras, de musgos, de raíces que se estiran en la oscuridad. Cuando bebí, supe que ya no podría volver por el mismo camino.
Después vino la segunda. Esta era diferente: rotunda, abierta, como una herida feliz en la selva. Dos hilos de agua descendían paralelos, como si alguien los hubiese peinado con ternura. Me detuve. Pensé en quedarme. Luego recordé que aún no había llegado al final.
No existe un final, me dijo el río, solo pozas donde reposar.
Así que seguí. La última cascada no era una cascada: era un umbral. Al otro lado, el bosque ya no se parecía al bosque. Era más bosque. Exageradamente bosque. Los troncos respiraban, las ramas se curvaban en gestos ambiguos, y el suelo estaba cubierto de huellas que no sabían si eran de ciervos o de sueños.
Allí comprendí que este lugar no está hecho para quien lo busca. Se revela a quienes han olvidado qué venían a encontrar.
Cuando me detuve al fin, frente a un charco que reflejaba más cielo del que había sobre mí, lo entendí todo: el tiempo no fluye igual aquí. Puede que lleve horas, o siglos, caminando. Da igual. Nadie me espera y eso es un alivio.
Una cabra me miró desde lo alto de una roca. Asintió.
Y desapareció.
«Prefiero equivocarme por pensar demasiado que acertar por no pensar nada» (Juan Caramuel, nacido el 23 de mayo de 1606 para decir frases que hasta las podría haber dicho yo sin haberlo leído)
Y que cumplas muchos más de los 73 de hoy aunque, me temo, que no vas a ganar nunca eurovisión. Oye, ni falta que te hace.
Dues veus, una sola ombra
Al mirall del metro, entre espatlles anònimes i anuncis d'ulleres, la va veure. Primer, només un reflex. Després, l’alè conegut d’un record que no s’havia volgut esborrar.
Portava el mateix gest —aquella manera de mirar com si el món li hagués promès alguna cosa i encara estigués esperant-la.
Ell va baixar dues parades abans, sense dir res. Ella va continuar mirant la finestra, sabent que ja no calia reconèixer-lo: aquell silenci també era seu.
I, a la ciutat estranya, una veu li va xiuxiuejar:
—Et reconeixeràs en mi.
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