lunes, 2 de junio de 2025

 EL LUGAR QUE ERA MÍO


Nunca discutimos. No porque fuéramos perfectos, sino porque no sabíamos cómo. El desacuerdo nos parecía un idioma extranjero. Íbamos por la vida como dos niños en una biblioteca: en silencio, de la mano, rodeados de historias que no eran nuestras.

Lo conocí una noche de nieve, cuando el cielo era una sábana sucia y él parecía el único que no tenía frío. Me habló de un supermercado llamado Piggly Wiggly y de patas de cerdo en escabeche como si fueran versos de un poema. Y pensé: este hombre no tiene miedo de las palabras feas. Me conquistó con eso.

Nos casamos con más prisa que miedo. Teníamos treinta y pocos años y una confianza absurda en el amor, como si fuera una receta de cocina. No teníamos anillos, pero sí intención. Y bastó.

Durante doce años lo quise como se quiere un jardín: regándolo sin urgencia. Nos dedicamos canciones, horneamos silencios, llenamos la casa de libros leídos a medias. En verano, veíamos béisbol y en invierno adoptamos cabras. Les pusimos nombres que no recordaban a nadie: Bella, Bebé y Droopy. Droopy gritaba de noche como si tuviera opiniones. Nunca supimos cuáles.

No tuvimos hijos. Pero tuvimos tiempo. Y a veces eso se parece.

Él era leal, hermoso, simple. Yo también lo era, o al menos eso creía. Pero empecé a notar que el lugar donde estaba ya no era mío. Era como si la casa, sus bromas, incluso su abrazo, pertenecieran a otra mujer que yo ya no era. No me dolía, pero me pesaba.

Cuando cumplí cuarenta y uno, le hablé con la misma serenidad con la que uno apaga una vela. Le dije que lo dejaba no porque faltara amor, sino porque me sobraba lucidez. Me respondió con una pregunta que todavía me duele: “¿Pero quién cuidará de ti?”. Le mentí con ternura: “Yo puedo cuidarme”.

Vivimos juntos unos días más, como si fuéramos actores repitiendo la última escena de una obra que el público ya abandonó. Y luego se fue. No se llevó nada. Ni sus calcetines.

Lo supe después, mucho después, cuando me mandó una postal desde Finlandia. Su primer amor, me dijo. Tres días después de reencontrarse, se casaron. Me alegré. No como se alegra una santa, sino como se alegra quien ha dejado ir algo sin saber si volverá.

Él fue feliz. Y eso me basta. A veces me llama. A veces no. A veces sueño que todavía estamos en aquel jardín que no supimos sembrar del todo. Pero siempre despierto sola. Y tranquila.

El divorcio fue un regalo. El único que sabía envolver sin papeles ni lazos. Solo con manos abiertas.

«No hay mayor viaje que el que conduce hacia el interior» (Karl Adolph Gjellerup, nacido el 2 de junio de 1857 para ser premio nobel de literatura en 1917. Lo que no nos dijo en cómo hacer ese viaje al interior, por eso aún estoy en ello)

Hoy hubiese cumplido 84 años pero llegó, con mucha "Satisfaction" a los 80: no quiso sobrepasar nunca al líder de la banda Mick Jagger. 

Ni rastre de la revolució

No era ni gana ni son: era un buit. Encenia la ràdio i el venedor li deia que canviés de desodorant. Apagava la ràdio i, al metro, el pòster li explicava com havia de mirar les dones. Mirava una dona i ella, com si el món no tingués res a veure, li deia: “No ets tu, és el món”.

Volia revoltar-se, però el mòbil vibrava. Una altra actualització. Un altre desig imposat.

Va caminar descalç per l’asfalt calent. Ningú no el mirava. Va somriure. La revolució era que no l’atrapessin. Ni tan sols ell mateix.


 

 

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