EL RUIDO DEL MUNDO ESTÁ HECHO DE SILENCIOS

Hay un instante antes del llanto que no tiene nombre. Más antiguo que el lenguaje, más agudo que el dolor. Es un quiebre imperceptible, como la grieta que nace en un vaso antes de estallar. Así suena el mundo desde que ella se fue: como un eco de lo que no se dijo.
A veces parece que sigue allí, pero no en el sentido consolador que ofrecen los creyentes o los libros de autoayuda. No. Sigue en las grietas del parqué, en la taza mal lavada que él no supo tirar, en el pitido mínimo del frigorífico a las tres de la madrugada. En los intersticios. En el ruido invisible.
Le sorprende la cantidad de cosas que calla la gente. Se puede vivir una vida entera sin decirle a nadie lo que de verdad importa. Como si todos llevaran una guerra de trincheras dentro, cavando con sigilo, disparando al vacío.
Recordaba que ella decía que el silencio era un derecho. Que el mundo hablaba demasiado. Él le contestaba que el silencio era una forma elegante de rendición. Discutían con citas de Cioran, de Arendt, de Szymborska. ¡Qué arrogancia la suya! Como si leer fuese lo mismo que vivir.
La noche en que ella murió no hubo relámpagos. Nadie gritó, no se rompieron relojes, no se partieron platos. Fue un martes sin consecuencias. Lo recuerda porque al volver del hospital compró tomates y pan, como si nada.
Ese es el problema con la muerte: se instala en la cotidianidad con la naturalidad de una tostadora. No interrumpe. Se integra. Y luego, cada cosa sencilla se convierte en un recordatorio brutal. Encender la radio. Sacar la basura. Volver a casa.
Desde entonces ha aprendido a escuchar lo que no suena. El susurro de una promesa que no hicieron. El roce de una caricia que se negó a ser despedida. El hueco exacto donde su voz resonaba. No lo piensa con dramatismo, ni siquiera con tristeza. Lo piensa con la calma de quien ha asumido que el amor, al final, siempre encuentra una forma de sobrevivir en lo que falta.
Hoy se ha cruzado con una pareja de adolescentes en el metro. Se reían sin saber por qué. Ella tenía un lunar en el cuello. Él llevó su mano hasta allí con la misma delicadeza con la que se aparta una telaraña. El hombre ha sonreído sin querer. Porque ha entendido que el mundo, con todo su ruido, a veces susurra. Y que hay silencios que no duelen, que acarician.
También ha recordado esa frase de Wittgenstein: "De lo que no se puede hablar, mejor es callar". Y sin embargo allí está, llenando páginas con su nombre no escrito.
No espera que ella vuelva. Sabe que la muerte no tiene vuelta atrás. Pero hay algo que lo empuja a seguir dejando migas de pan en ese bosque de palabras. Tal vez por si alguien, alguna vez, encuentra ese ruido y lo reconoce como suyo. Tal vez para decirle que está bien amar a los que ya no están. Tal vez para no sentirse tan sólo.
O simplemente porque hay cosas que no se pueden decir, pero necesitan escribirse.
«La ignorancia de muchos es el poder de unos pocos.» (Scipione Maffei, nacido el primero de junio de 1675 para recordarnos que quién tiene el conocimiento, quién tiene la información, tiene el poder. Yo añadiría que es necesario pensar en esa información que recibimos para no continuar ignorantes)
Y hoy cumple 91 junios o, lo que es lo mismo, 91 años. Que cumplas muchos más aunque el rock vaquero haya quedado algo envejecido.
A les tres, sempre
Va prometre que només sortiria un moment. Que agafava la Vespa, deixava els papers al jutjat i tornava. Eren les tres. Sempre les tres. L’ampolla de tequila damunt la taula de fòrmica, el plat de nachos freds, el sofà buit. La ràdio encara punxa aquell rock de gringos desfasats: “Why don't you come home, Speedy Gonzales?”.
I ella riu. Riu amb els ulls plens de sal, mentre torna a tancar la finestra perquè el veí no senti la música.
Li va prometre que tornaria.
Però ell sempre ha estat més ràpid que la paraula mai.
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