martes, 10 de junio de 2025

LA RAÍZ DE TODO

 

Tardé tres noches en recordarlo. No en encontrarlo, no en buscarlo. Recordarlo. Como si ese número —1.860.867— se hubiese tatuado en la parte posterior de mi nuca, esa zona exacta que jamás podré ver sin un espejo ni sentir sin una mano ajena. Soñé con él. En columnas, en papiros, en arena mojada. Lo veía dividirse, expandirse, multiplicarse en una danza como de fuegos artificiales invertidos: del estallido hacia el centro. Siempre terminaba en 123. Exacto. Sin resto. Sin errores. Como un beso bien dado.

Estaba obsesionado con la raíz cuadrada. El amor también lo está. Uno cree que es algo lineal —yo te quiero, tú me quieres, entonces cuadramos—, pero no. El amor se calcula con método, como los antiguos chinos en sus Nueve Capítulos. El arte de amar, como el arte matemático, requiere divisiones, intentos, retrocesos y esa mágica operación que nadie entiende pero todos sienten: la raíz. Ir al fondo, al origen, a lo que multiplica todo por sí mismo hasta ser reconocible.

Ella me decía que era cuadrado. En el peor sentido. Que medía todo, que incluso al besarla parecía que estuviera haciendo una estimación decimal. Yo, que había llegado a la conclusión de que los besos no se dan: se calculan. Se aproximan. Se afinan. Hasta llegar al número entero que cierra el sistema.

Su nombre era Lu. Como la letra. Como la unidad de luminosidad. Como el principio de algo. No sabía de matemáticas, pero cuando se iba, yo notaba que el universo se me desbalanceaba. Que algo en mis vectores internos fallaba. Que me convertía en fracción.

Descubrí en sus silencios algo parecido a las raíces cúbicas de Wang Hsiao-tung. Un misterio con volumen. Un fondo sin fondo. Ella no preguntaba: deducía. Intuía. Su ternura era una fórmula no escrita, pero exacta. Yo, en cambio, necesitaba el método de Horner, ese que inventaron los chinos milenios antes y que los ingleses se atribuyeron por olvido. Qué curioso: como el amor. Uno cree que lo inventa, pero ya estaba en otra parte.

Lu me dejó un domingo. Con precisión quirúrgica. Me dijo que yo tenía todos los datos, pero ninguno de los impulsos. Que no se sentía amada, sino descifrada. Que ella no quería ser un número primo: quería ser irracional.

Volví entonces al número. Al 1.860.867. A la belleza de encontrar en el 123 no una cifra, sino una señal. La señal de que todo tiene raíz. Incluso el olvido. Incluso el deseo.

Ahora, cada vez que me enamoro, hago la prueba. Divido. Resto. Me equivoco a propósito. Y si me sale exacto, si aparece el 123 como un reflejo inesperado en un charco de invierno, entonces sé que esa persona tiene raíz en mí. Y que, aunque nunca lo confiese, yo también deseo ser resuelto.

O al menos entendido con el arte de los antiguos: lento, preciso y con amor por cada cifra perdida en la operación.

«Una norma jurídica no es verdadera ni falsa; es eficaz o ineficaz» (Esto lo dijo un colega mío algo más filósofo que yo. Se llamaba Alf Ross y nació el 10 de junio de 1899; proponía medir las normas según su aceptación y aplicación práctica, no por su contenido ético o moral)

No podemos celebrar hoy el que hubiese sido su 94 aniversario. Se plantó en los 88 porque empezaba a desafinar de verdad. 

El compàs trencat

Va ser ella qui em va dir que desafinava. No amb veu, sinó amb ulls. Ulls que sintonitzaven amb un altre ritme, més lent, més melancòlic. Jo duia samba als peus, i ella, silenci a les espatlles.

La primera vegada que vam ballar, vaig pensar que el món s’ordenava. Però no. Era només la il·lusió d’una nota sostinguda abans del buit.

Ara, quan sona Desafinado, no canvio de cançó. Escolto. Em fa mal, però escolto.

Perquè fins i tot desafinant, jo també estimo. I ella ho sap.


 

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