DEVOLVER EL BESO
Desperté con una ternura rara pegada a la frente. No era sudor, ni la arruga maldicha de la almohada. Era más bien como un calor diminuto, una especie de eco dulce, un beso que no recordaba haber recibido, pero que se había instalado allí como una promesa cumplida sin testigos.
Me miré al espejo y, por un segundo, no me vi. No en el sentido poético de no reconocerse. Literalmente no me vi: el cristal me devolvió una luz tenue, borrosa, como si la cara no importara. Solo la señal en la frente. Como si me dijera: “sal, haz algo con esto”.
No sé por qué se me ocurrió partirlo. Lo tomé con cuidado entre los dedos, lo dividí en diez trocitos iguales, casi rituales, y los metí en el bolsillo del abrigo como quien guarda caramelos para los niños de un parque que ya no existe.
Salí a la calle y comencé a repartirlos. No dije nada. Sonreía, los miraba a los ojos y sentía cómo el trocito hacía su trabajo: una señora que arrastraba un carrito de la compra sonrió sin querer, un adolescente dejó de mirar el móvil durante cinco segundos exactos, un hombre con traje y ojeras levantó la vista como quien recuerda que alguna vez creyó en algo. En total, repartí diez.
Volví a casa tarde, con las manos vacías y el corazón abrigado. Al llegar, me esperaban catorce sonrisas. No eran imaginadas: estaban ahí, en el aire del pasillo, en los cuadros torcidos, en la luz que entraba torcida por las persianas. Algunas de esas sonrisas, te juro, se acercaron a besarme la frente.
Desde entonces, no sé si lo sueño o lo vivo. Solo sé que cada vez que me despierto con esa ternura en la frente, salgo. Y reparto.
Nunca me faltan sonrisas para volver.
«El dolor y el placer son los grandes gobernantes de la conducta» (Alexander Bain, nacido el 11 de junio de 1818 dijo de una manera más filosófica aquello de que el sexo y la pasta es lo que mueve al mundo)
Y hoy el ideólogo del grupo "los chicos de la playa" se fue a surfear vaya usted a saber dónde. A lo mejor es que no vio venir la ola aunque, con 82 años, no sé yo si únicamente tomaba el sol.
Les ones que no es veuen
La Júlia sempre s'asseia a la mateixa punta del búnquer abandonat, just quan el sol començava a pintar d'or les onades. Deia que el mar li parlava. El Marc reia, però tornava cada tarda.
Ella li explicava que hi havia vibracions bones, com les de la música que sona dins sense altaveus. I vibracions dolentes, que no sonen però que et tornen la panxa del revés.
Un dia, ella no hi era. Al seu lloc, una nota: “Massa ones dolentes. He marxat a buscar-ne bones. No triguis.”
I ell, per primer cop, va sentir-les de debò.
I un "bonus track" d'una cançò que m'agrade molt
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