DONDE EL DINERO HABLA, LA VERDAD CALLA
En San Vano, la justicia tenía nombre, apellidos y un acento madrileño que se notaba más cuanto más hablaba de "transparencia". El señor corregidor —don Crispín de los Montes de Nada— había sido enviado por la capital para poner orden. Lo que nadie dijo es que lo había enviado su cuñado, harto de que le quitara el coñac en cada reunión familiar.
El escándalo empezó con un cadáver colgado de un olivo. Era Pablito, el hijo del molinero. Pero colgado así, bajito, con los pies casi tocando el suelo. Vamos, como si se estuviera despidiendo de la vida con desgana.
La madre gritaba: “¡Justicia!”. El pueblo asentía, porque eso es gratis. Pero todos sabían que Pablito no se había suicidado, ni tropezado con una soga, ni confundido un columpio con una horca. Había visto algo. Algo sucio. No barro, sino otro tipo de suciedad: de la que brilla.
Lo que vio Pablito fue a don Félix —el hidalgo de bastón elegante y conciencia desahuciada— cargando sacos por la noche. No trigo, sino mantas, objetos robados del hospital de apestados. Porque si algo caracteriza a un buen noble, es su capacidad para hacer beneficencia… con lo ajeno.
Entonces vino el gran gesto democrático: el pregón.
—¡Quien aporte información verdadera sobre el crimen de Pablito recibirá cinco ducados! —anunció el tamborilero, que venía ensayando la entonación desde la tarde anterior con una jarra de vino.
El pueblo escuchó. Y calló. No por miedo, sino por cálculo. A ver: ¿cinco ducados por decir la verdad? ¿Y si el señor corregidor se hacía el sordo, como siempre? ¿Y si uno terminaba en la lista de “elementos desestabilizadores”? Mejor no.
El boticario miró al suelo. El maestro, al cielo. El campanero, al campanario, por si le sonaba algo. Pero nadie dijo una palabra.
Solo el tamborilero volvió a hablar:
—¡La justicia será ciega, pero no sorda!
Y en eso tenía razón. Porque sorda no era. Solo
estaba ocupada contando monedas.
El corregidor archivó el caso bajo el lema “muerte por tristeza rural”. Don
Félix hizo una donación generosa al convento (con las mismas mantas, eso sí). Y
el tamborilero se compró un tambor nuevo: más ruidoso, más solemne… y con
espacio dentro para esconder otros cinco ducados.
Desde entonces, en San Vano, cuando el dinero hablaba, todos los demás ensayaban el silencio.
Incluso el eco pedía permiso antes de repetir nada.
El título del relato de hoy es una frase de un tal Giovanni Bocaccio nacido el 16 de junio del 1313 y que hoy viene a huevo; podéis cambiar los nombres, los cargos y hasta el pueblo; trasladar la acción al 16 de junio de 2025 es decir, 712 años después y os daréis cuenta de que, como decía la canción, la vida sigue igual.
James Honeyman-Scott, el señor que aparece en el vídeo dándole ritmo a la guitarra eléctrica, estaba tan enamorado de la heroína que se lo llevó con 26 años; por uno no llegó al exclusivo club de los "27". Los éxitos de su grupo llegaron después de él, sobre todo el que pongo como "bonus track".
L’última volta a la pista"
Louie sempre ballava amb els ulls tancats. Ningú sabia si era per por o per plaer, però quan sonava aquella cançó, la pista era seva. Avui, però, no ha vingut ningú. Ni la Berta, ni els cambrers, ni el punxadiscos que es creia poeta. Només ell, els llums parpellejant i una cervesa calenta.
—Louie, Louie… —remuga la veu metàl·lica dels altaveus.
Ell aixeca els braços, gira sobre si mateix i crida, com si el món l’estigués esperant darrere la porta del lavabo.
No ho estava.
Però tant li feia. Era la seva última cançó.
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