miércoles, 30 de julio de 2025

TSUNAMI 

 

El estruendo no vino del cielo, sino de abajo, como si el planeta hubiese tenido un acceso de tos. Una especie de carraspeo sísmico que hizo crujir los cimientos de la península de Kamchatka con la puntualidad de un juicio divino mal agendado: las 5:47 de la madrugada, hora local, cuando nadie espera la justicia ni la furia.

El sismógrafo se volvió loco. Pero el loco verdadero era Kenji Ito, un vulcanólogo japonés que había cambiado el Fuji por el Aváchinski para huir del tedio, de su exmujer y del Ministerio de Ciencia. Vivía solo en una casa prefabricada a diez kilómetros de Petropávlovsk, con una gata a la que llamaba “Gosudárinya” por ironía y por amor a las contradicciones. Esa mañana, mientras el suelo se ondulaba como una sábana mal tendida y los armarios vomitaban platos como si Rusia quisiera escupir su vajilla, Kenji pensó en Bashō: “Incluso en Kyoto —o en Kamchatka, pensó—, escucho al cuco y anhelo regresar.”

La radio no tardó en anunciarlo: 8,8 en la escala Richter. O como le gustaba decir al jefe del Instituto Geofísico, “lo bastante para que las placas tectónicas firmen el divorcio”. Se activó la alerta por tsunami. Japón, Chile, Estados Unidos, Nueva Zelanda: el mundo entero en posición fetal ante una ola que aún no había nacido. Las bolsas temblaban más que los sismógrafos.

—¿Otra vez el fin del mundo? —preguntó un tertuliano de televisión en Moscú, mientras recomendaba comprar oro o pastillas de yodo, según la orientación ideológica.

Kenji, en cambio, bajó a la costa. Quería ver si el mar se retiraba. Lo hacía a veces, como si respirara hacia adentro. Había algo profundamente cortés en los tsunamis: anunciaban su llegada con una retirada. Los humanos no. Ellos llegaban sin avisar y se quedaban a vivir.

Se cruzó con una anciana que arrastraba dos cubos de agua. Ni rastro de pánico en su cara.

—¿No tiene miedo del tsunami? —preguntó él.

—¿Miedo? —dijo ella, escupiendo al suelo con técnica centenaria—. A mi edad uno solo teme quedarse sin calefacción.

El océano, mudo y espeso, parecía deliberar. El aire tenía un olor metálico, como si los peces hubiesen comenzado a sudar. Kenji pensó que si venía la ola, no correría. No por valentía, sino porque estaba cansado. Cansado de vivir en un mundo donde las catástrofes naturales eran trending topic hasta que un actor se divorciaba o un político enseñaba su nuevo perro.

—Nos estremecemos con cifras —murmuró—, pero no con consecuencias.

Encendió un cigarrillo. Era absurdo, sí. Pero también lo era todo lo demás. Dejó que el humo le arañara los pulmones mientras recordaba las palabras de su padre, muerto en el terremoto de Kobe: “Si la tierra tiembla, escucha. Es el único momento en que dice la verdad.”

A lo lejos, la marea se hinchaba con la lentitud de lo inevitable. Pero no llegó. No esa vez. El mar se lo pensó mejor y decidió quedarse quieto. El mundo suspiró aliviado… y volvió a dormirse.

En la televisión, un influencer de moda lloraba porque su mansión en Hawái había tenido grietas en la piscina.

Kenji apagó el cigarro con la suela del zapato. Miró el horizonte y pensó que los tsunamis, al menos, eran honestos. No así los hombres.

La gata lo esperaba sentada sobre el teclado del portátil. Había enviado un email en blanco a toda su lista de contactos. Tal vez era un gesto de la naturaleza a través del animal: no hay nada más que decir.

Y sin embargo, todo seguía pendiente.

«No podemos separar la paz entre los hombres de la paz con la naturaleza» (Horace Alexander, nacido el 30 de julio de 1889 y que a lo largo de los 100 años que estuvo entre nosotr@s las vio de todos los colores. Y aún no se hablaba del cambio climático ni de la globalización del “cabreo” de la naturaleza)

Y que cumplas muchos más de los 84 de hoy cosa que conseguirás si sigues poniendo la cabeza sobre el hombro adecuado. 

Cap als meus secrets

Posa el cap aquí, amor, entre l’espatlla i l’alè, on els sospirs es converteixen en promeses i les paraules sobren. La ràdio grinyola una cançó antiga mentre tu tanques els ulls com si sabessis que dins meu encara ets un estiu sense final.

No dic res. No cal. Tens aquella manera de recolzar-te que sembla una rendició. I jo —imbècil content— faig veure que no tremolo, que no em trenques una mica més cada cop que t’hi acomodes.

Perquè aquí, on et recolzes, és exactament on guardo tot allò que mai t’he dit.


 

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario