jueves, 21 de agosto de 2025

A NUESTRA EDAD, EL DESEO NO PIDE PERMISO

Tengo cincuenta y cinco y sigo usando pintalabios rojo como quien firma tratados. Él, Mateo, tiene cincuenta y nueve y una cicatriz en la cadera que cuenta una vieja guerra con la bici. Nos conocimos en la cola de la pescadería de Sant Antoni, peleando por el último rodaballo. Ganó él, me lo cedió, y yo le regalé una sonrisa con espinas. Barcelona olía a pan tostado y a lluvia. El deseo, a esa hora, sabía a sal.

Volvimos a vernos una semana después en mi casa: martes, ocho y diecisiete. Me gusta la precisión cuando el cuerpo va a escribir. Quedamos para “una copa”, el eufemismo más bonito de la lengua. Dejé los móviles boca abajo, como si fueran dos testigos molestos, y puse un vinilo de Sade que giró con esa paciencia de las cosas que saben esperar.

—Los hombres de nuestra edad —me dijo, sin mirar— a veces se escudan en la prudencia. —La palabra heteropesimismo flotó, sin necesidad de pronunciarla.

—Yo no quiero escudos —respondí—. Quiero piel que asume su biografía.

Tenía canas limpias, manos grandes, olor a crema de afeitar con limón y a un sudor ligero que no pedía perdón. Me besó el dorso de la mano como si fuera una reliquia doméstica. Luego me olió la nuca, despacio, y yo sentí ese clic que te despeja la cabeza mejor que un café fuerte. Mis gafas de lectura esperaban su turno, abandonadas en la mesilla.

El cuerpo, a los cincuenta, aprende economía: menos acrobacia, más verdad. Le abrí la camisa y me detuve en la clavícula, en esa esquina donde el cuello empieza a rendirse. Las luces de la calle clavaban medusas en el techo. Él me dijo “vamos lentos”, y por primera vez en años la frase no sonó a excusa, sino a promesa de duración.

Me desnudé sin teatro, con la serenidad de quitarse un día de encima. Mis estrías eran una cartografía franca. Él pasó la yema por una, como quien sigue un río en un mapa. Me apretó las caderas con ternura eficaz. No hubo prisa ni discurso, sólo respiración. Nos reímos cuando crujió mi rodilla, y esa risa abrió sitio a todo lo que vino.

El beso no imitaba nada. Gustaba a vino tinto y a hombro. Me mordió el labio inferior con oficio y yo respondí con las manos: lo giré, le apreté la nuca, lo coloqué donde una necesita. Fui directora de orquesta y cuerda pulsada a la vez. Él obedeció sin vergüenza; yo obedecí al hambre. Cuando me tocó el pecho, no fue como quien evalúa sino como quien recuerda. Pezones viejos, sí, pero tercos. Los dos sabíamos leer sin manual.

Hicimos pausas para respirar y para mirar. La mirada también toca. Mateo, a ratos, cerraba los ojos y asentía, como si quitara el freno de mano a un deseo bien aparcado. Yo le desabroché el cinturón con la solemnidad precisa y le dije al oído: —No te escondas. —Me contestó con un susurro ronco, casi agradecido: —No pienso.

Nos movimos como los que han aprendido que la épica no está en el sprint sino en sostener el pulso. Él bajó por mi vientre sin devoción falsa, con un ritmo que respetaba mis interrupciones y mis urgencias. Yo marqué el compás con las piernas. La habitación olía a limón, a sudor y a lluvia rebotando en el alféizar. El mundo redujo su volumen al de nuestras bocas.

Cuando llegó, llegó de verdad. Sin grito, con música. Se me quebró la voz justo antes de reír. A nuestra edad una sabe reconocer lo que importa: ese momento en que el cuerpo te dice “ya” y el pensamiento se sienta a mirar, obediente. Él me sostuvo la cara, yo le sostuve el temblor. Nos quedamos así, con la frente junta, respirando como dos furtivos después del atraco perfecto.

Después vino la conversación baja, la indispensable. Los cuerpos se acomodaron como dos gatos viejos. Hablamos de medicaciones —él, colesterol; yo, vitamina D— y nos dio risa esa íntima administración del tiempo. Me pidió agua y se la di en mi vaso, con mis huellas. Le dije que el martes podría convertirse en tradición. Me contestó que la prudencia, a ciertas edades, consiste en repetir lo que funciona.

En la cocina preparé tostadas. El pan crujió como si quisiera participar. Comimos de pie, desnudos, con las caderas rozándose al ritmo del cuchillo. Él me besó una miga en la comisura. El deseo, satisfecho, se volvió humor. Apagamos las luces y la ventana, empañada, nos devolvió dos siluetas que parecían recién inventadas.

—A los veinte deseaba por promesa; a los treinta, por escapar; a los cuarenta, por olvido —dije, apoyada en su hombro. —Ahora deseo por presente. Me gusta este ahora sin disculpas.

—Y sin teorías —añadió él—. Si hace falta, cito a mi cardiólogo.

—Cítalo mañana. Hoy cita mi espalda.

Nos reímos, otra vez. Nos volvimos a la cama no por inercia, sino por decisión. La segunda vuelta fue distinta: más breve, más densa. Él me pidió que guiara; guié. A nuestra edad sabemos que el cuerpo, si lo escuchas, te devuelve intereses.

Cuando se fue —tenía que madrugar—, me dejó un olor a limón y pan tostado ocupando la casa como una bandera. Abrí la ventana y respiré la ciudad sin prisa. Miré el móvil. Ningún mensaje pendiente, ninguna pedagogía del “no puedo” escrita a última hora. El heteropesimismo, por hoy, había perdido.

En mi agenda, escribí: “Martes, ocho y diecisiete: derecho a roce en vigor”. Sí, un día fijo. Sí, todas las semanas. La costumbre también puede ser una revolución. Me miré al espejo, con el pintalabios rojo un poco torcido. Corregí el trazo. El deseo, a nuestra edad, no pide permiso; se maquilla y sale a comprar pan.

«No debemos dejar atrás a la generación mayor que trabajó duro para traernos hasta aquí» (Parece mentira pero esto lo ha dicho Paethongtarn Shinawatra, nacida el 21 de agosto de 1986 siendo primera ministra de Tailandia desde el pasado año 2024  ¡Que cumplas muchos más de los 39 de hoy!)

Y que cumplas muchos más de los 41 de hoy y ya sabes los que dicen: "de los 40 para arriba ya no eres Lolita"

Perfum de neó

A la pista, el neó em pinta les galtes. Em dic Lolita perquè avui em ve de gust. El DJ em mira com si fos una pregunta sense resposta. Moc el llavi, sorbo llimona, deixo que la falda digui el que jo no. “Moi…”, murmuro i s’aixeca una onada de mirades. No busco res: només que el món se miri al mirall i se n’enamori. M’esmunyo entre espatlles, robo un encenedor, fem una festa amb la guspira. Si em perdo, crideu suau: ja em trobaré jo.


 

 

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