EL SEXO ES UN ASUNTO APARTE
Lo pactamos en una mesa pegajosa de un bar de Gràcia, entre dos cañas templadas y una tapa de bravas que sudaba mayonesa como un atleta sin premio. Dijiste que el sexo era un asunto aparte y que no ibas a hipotecarlo con tus traumas de familia numerosa, tus domingos de misa o tu ex que coleccionaba plantas y silencios. Te miré la boca —esa forma de decir “aparte” como si apartaras migas del mantel— y acepté. Yo también venía cansado de las cadenas de platino, de los mensajes con tres corazones, de las cenas con velas que acababan en el excel del reparto emocional: quién dio más, quién dejó la piel, quién no devolvió el depósito.
Reglas, entonces: nada de confidencias íntimas que sirvan de llave maestra. Nada de “¿me quieres?” entre sábanas lavadas con suavizante infantil. Nada de quedarnos a dormir. Nos veremos, sudaremos, nos iremos. Si apetece repetir, un “¿hoy?” sin decorado. Si no, silencio. Éramos dos adultos de Barcelona negociando un alquiler por horas en el cuerpo del otro: contrato de temporada, sin trastero.
La primera vez fue en mi piso, esa casa que siempre huele a café y a libros húmedos. Quitaste los zapatos como quien entra en una iglesia y dijiste que te gustaba mi suelo hidráulico. Yo pensé: ya empezamos mal, eso suena a preludio de novela. Pero tu risa cortó el peligro. Jugamos a olvidar nombres y a aprender pieles. Tu espalda tenía un idioma breve y certero; mi boca, diccionario de urgencias. No había promesas ni posdatas. Solo ese vértigo lúcido de dos cuerpos que deciden no contarse la infancia. Y funcionó. La ciudad latía fuera —las motos, un vecino que golpeaba una alfombra, el cableado de la tarde— y nosotros hacíamos nuestra revolución pequeña: sacar el drama del dormitorio.
A las semanas, cuando el verano ya calentaba las persianas, te atreviste con el primer delito: te quedaste diez minutos de más, con la cara hundida en mi almohada, oliendo a mí como si olfatearas fruta en la Boqueria. “No te quedes”, dije con una media sonrisa, “que luego uno se acostumbra y la costumbre es un collar caro”. Te reíste, te pusiste la camiseta, te fuiste. Por el pasillo quedó un hilo de perfume, como una cuerda floja.
No tardamos en aprendernos la coreografía. Cafés sin historia, mensajes sin adjetivos, un taxi compartido hasta la esquina, besos que sabían a pan con tomate recién machacado. Empecé a creer que a esto se juega así: con la cabeza fría y el cuerpo encendido. Nada de poemas. Nada de “mi amor” que luego se oxida en la boca como una moneda antigua.
El giro llegó una noche absurda, de esas en que Barcelona suda y ni las golondrinas sobrevuelan el Raval. La terraza del piso de amigos, el gin-tonic mal medido, un ventilador que hacía lo que podía. Me contaste —sin mirarme— que una vez alguien te dijo “te quiero” con la boca llena y te lo creíste, y que luego aprendiste a desconfiar del azúcar. Yo, que debía haber cambiado de tema, hice lo contrario: te sostuve la mirada y te pregunté cómo se decía “no te vayas” en tu idioma secreto. No respondiste. Pero la pregunta se acostó con nosotros.
Esa noche nos quedamos. Lo juro: fue un accidente. El calor, la pereza, ese sopor que te baja las armas. Nos dormimos con la ventana abierta, la ciudad entrando como un gato, y desperté con tu rodilla descansando en mi cadera, tu respiración cruzándome el pecho en diagonal. Por un segundo, lo sentí: el dulce y pesado y viejo animal del vínculo. El espejismo de la pertenencia. Dije en voz baja —o eso creí— “no te vayas”. Tú hiciste como que no escuchaste. O quizá sí.
Desde entonces, el asunto aparte empezó a llenarse de muebles. Preguntas pequeñas se colaron por las rendijas: “¿Comiste?”, “¿Llevas chaqueta?”, “Llegas bien a casa?”. Y un día cualquiera me pediste una foto de mi desayuno. Entendí el gesto: querías comprobar si existo cuando no estoy contigo. Yo respondí con otra foto: un café negro, una tostada, un libro abierto por una página sin subrayar. El juego inocente no tardó en mutar. Llegó la primera escena: “¿Quién es Marta?”. Era la panadera. Reímos, pero la carcajada ya venía con un borde.
El sexo, cuando se le cuelan los muebles, aprende otras acrobacias. Apareció el fantasma de la comparación, ese árbitro que mide los besos como si fueran tiempos de carrera. Empezaste a hablar durante; yo, a traducir tus silencios después. Y sin darnos cuenta, montamos una oficina dentro de la cama: reuniones de seguimiento, actas invisibles, decisiones en diferido. “No me desaparezcas”, dijiste una tarde. Y yo, que detesto los imperativos, asentí como un tipo dócil. Ya estaba con el collar puesto.
Me volví puntual, disponible, atento: un mayordomo de nuestras ganas, con el traje siempre a mano. Cancelé cenas, inventé excusas, practiqué la obediencia como si fuera un deporte. El placer se transformó en deber, y uno no se masturba con el deber. En el gimnasio, haciendo el ridículo con las pesas, me descubrí repitiendo tu nombre como un mantra tonto. En el metro, las paredes anunciaban colchones y yo pensaba que el nuestro ya tenía grietas; las tapábamos con sábanas limpias, pero crujían. Por la noche, cuando tocaba jugar, yo estaba cargado de calendario. Tú también. Si me quedaba callado, un reproche. Si decía algo, un malentendido. Las manos sabían encontrar, pero la cabeza iba por libre: dos oficinas con horarios incompatibles.
La ruptura no fue un estallido, sino un trámite. La hicimos un martes, como quien renueva el abono del bus. Dijimos lo debido: que no somos malos, que la vida pesa, que quizá más adelante, que mejor recordarnos así. Te fuiste con un abrazo largo y un “cuídate” que olía a hospital. Yo me quedé recogiendo vasos, apilando platos, pasando un paño por la mesa para borrar las manchas. No se borran. Lo supe tarde.
Volvimos a vernos hace tres semanas, en una fiesta ridícula de gente que se llama por su arroba. La ciudad ya había decidido que era otoño. Tenías otro flequillo. El cuerpo es muy suyo: me reconoció antes que mi orgullo. Nos reímos de los meses como si fueran un rumor. Bajamos al patio a fumar —yo no fumo, pero mis manos dijeron sí— y ahí, con las luces caras de diseño y la maceta carnívora, hicimos el único acto honesto de esa noche: pactar de nuevo.
—Lo echaste a perder —dijiste, medio en broma— con tu pregunta aquella.
—Ya. Esa rodilla mía se cree poeta.
—Propongo volver al asunto aparte.
—Propongo no mentirnos si un día vuelve a temblar la cuerda.
Subimos a un taxi como dos supervivientes que se saben culpables. En mi casa, todo estaba como lo dejé: libros húmedos, café, el suelo hidráulico que te gusta. Nos desvestimos con la torpeza de los que han aprendido demasiado. Tu espalda siguió hablando en su idioma breve; mi boca recordó el diccionario. Y fue distinto. El cuerpo, agradecido, trabajó sin metáforas. Cuando terminó, no te quedaste. Me besaste la frente —una bendición laica— y dijiste un “hasta luego” sencillo, sin promesas ni posdatas.
Te juro que al cerrar la puerta me entraron ganas de escribirte un mensaje cursi, de esos que huelen a pan recién hecho y a cuna. No lo hice. Puse a hervir agua, me serví un té que sabía a lunes y, por una vez, entendí el evangelio torpe que llevamos tatuado: el sexo no es cruel ni noble; solo exige que no lo pongas a cargar con lo que no puede sostener. Si lo llenas de confidencias que suplican eternidad, te hace su esclavo. Si lo vacías de todo, te muerde con el tedio. Hay que dejarle su barrio propio, su lavadero con ropa tendida, su puerta de servicio.
Mañana quizá te escriba un “¿hoy?”. Si respondes, bien. Si no, también. No es frialdad; es supervivencia. Ya nos quemamos las manos tratando de calentar el invierno con el mechero de las palabras. Este es el plan: cuidarnos sin cadena, querernos sin franquicia, follar sin oficina. Y cuando vuelva el animal viejo, si vuelve, sentarlo a un lado de la cama, darle agua, mirarlo de frente y decirle —con cariño—: hoy no mandas tú.
«Recuerda que tengo derecho a hacer cualquier cosa a cualquiera.» (Quién dijo esa advertencia o amenaza fue un tal Calígula que vino al mundo un 31 de agosto del año 12. Y a fe mía que cumplía sus amenazas sin vacilar)
Hoy cumple 77 años el guitarrista de la banda, guitarra que podéis apreciar en la canción del vídeo; por eso le voy a desear que cumpla muchos más. Nota: no es el que silba.
El xiulet feia de pont
El xiulet feia de pont. Els cabells se m’enredaven a un aire amb gust de gasoil i til·lers. Al quiosc, la premsa anunciava miracles en lletra petita i la noia de la cua guardava pedretes a la butxaca, per si el mur encara deia que no. Vam caminar sense proclames, amb les mans plenes de pell de gallina. Algú va tatuar “després” a una porta d’acer. Quan va bufar més fort, els cartells vells es van desenganxar sols i les monedes del nostre passat van sonar com campanes. Ningú no va tornar les ulleres.
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