lunes, 11 de agosto de 2025

 LA CURIOSIDAD QUE NO SE APAGA

 

Me despierto con el sol filtrándose por las persianas rotas de mi piso en el Raval, ese rincón de Barcelona donde las sombras de los tendederos bailan como fantasmas olvidados. A mis setenta y ocho años, el cuerpo me traiciona: las rodillas crujen como ramas secas bajo el peso de un invierno eterno, y el espejo me devuelve una cara surcada de arrugas que parecen mapas de caminos no tomados. Pero hoy, como cada mañana, algo me empuja a levantarme. No es el hambre, ni el café que hierve en la cocina con su aroma amargo que se pega al paladar como un reproche. Es esa chispa terca, esa curiosidad que se niega a extinguirse, aunque los médicos digan que con la edad se desvanece como el humo de un cigarro mal apagado.

Ayer encontré un artículo en el periódico viejo que alguien dejó en el banco del parque. Hablaba de la curiosidad en la vejez, de cómo se reduce, pero si persiste, actúa como un escudo contra el deterioro. Mecanismos dopaminérgicos, decían, y noradrenérgicos, palabras que suenan a conjuros científicos, como si el cerebro fuera una máquina que bombea recompensas para mantenernos en pie. Reí solo, en mi cocina minúscula, imaginando mi cabeza como una fábrica oxidada donde la dopamina gotea aún, gota a gota, impulsándome a preguntar, a indagar, a no rendirme al sofá que me espera como una tumba acolchada.

Salgo a la calle, el aire húmedo del Mediterráneo me azota la cara, cargado de sal y escape de motos. Camino por Rambla del Raval, donde los inmigrantes venden baratijas y los turistas fingen no ver la miseria. ¿Por qué sigo curioso? Me lo pregunto mientras observo a una pareja joven besándose bajo un balcón desvencijado. Sus cuerpos se entrelazan con esa urgencia que yo perdí hace décadas, cuando María se fue, dejando solo el eco de sus risas en las paredes. El deseo no es ya carnal para mí; es una memoria tibia, un roce fantasma en la piel que me eriza los vellos grises. Pero la curiosidad lo revive: ¿Qué sentirán ellos? ¿Sabrán que el tiempo les mordisqueará los bordes, como a mí?

Entro en el café de siempre, el de la esquina con Joaquim Costa, donde el dueño, un pakistaní que llegó hace veinte años, me saluda con un gesto. Pido un cortado, y mientras revuelvo el azúcar que se disuelve lento, como mis días, pienso en esa teoría de la selectividad socioemocional. El artículo lo explicaba: en la vejez, priorizamos emociones positivas, regulamos el negativismo. ¿Es eso? ¿O es solo que, con menos tiempo por delante, elijo curiosear en lo que me hace sentir vivo? Miro alrededor: una mujer mayor lee un libro, sus dedos arrugados pasando páginas con delicadeza. Me acerco, impulsado por esa dopamina traidora.

—¿Qué lee? —pregunto, mi voz ronca por el tabaco de antaño.

Ella levanta la vista, ojos azules como el mar que baña esta ciudad hipócrita, donde los viejos somos invisibles hasta que estorbamos.

—Un ensayo sobre el envejecimiento adaptativo. Habla de curiosidad, de cómo nos protege del declive cognitivo, físico. ¿Sabe? Los estudios dicen que preserva el bienestar emocional.

Sonrío irónico, porque es el mismo tema que me ha sacado de casa.

 —Yo lo leí ayer. Me pregunto si es verdad, o solo una excusa para no rendirnos.

Entro en el café de siempre, el de la esquina con Joaquim Costa, donde el dueño, un pakistaní que llegó hace veinte años, me saluda con un gesto. Pido un cortado, y mientras revuelvo el azúcar que se disuelve lento, como mis días, pienso en esa teoría de la selectividad socioemocional. El artículo lo explicaba: en la vejez, priorizamos emociones positivas, regulamos el negativismo. ¿Es eso? ¿O es solo que, con menos tiempo por delante, elijo curiosear en lo que me hace sentir vivo? Miro alrededor: una mujer mayor lee un libro, sus dedos arrugados pasando páginas con delicadeza. Me acerco, impulsado por esa dopamina traidora.

Al despedirnos, me da su número.

—Llámeme, si la curiosidad le pica.

Vuelvo a casa, el cuerpo dolido pero el alma agitada. ¿Es esto el envejecimiento adaptativo? ¿Una curiosidad que me empuja a conexiones efímeras, a desafiar el declive? Me tumbo en la cama deshecha, oliendo aún el café en mis dedos. Mañana, quizás la llame. O quizás no. La curiosidad es un bisturí elegante: corta la rutina, pero deja la herida abierta. ¿Bastará para mantenernos sanos, felices? O solo es un espejismo en esta ciudad de vínculos rotos. El sol se pone, y yo, curiosamente, sonrío.

«La vida no debe ser colocada dentro de los problemas, sino los problemas dentro de la vida.» (Carlos Bernardo González Pecotche del 11 de agosto de 1901. Estoy de acuerdo con la frase de Raumsol –ese era el seudónimo. La vida no es un problema; es una secuencia de problemas que debemos vivir y resolverlos todos menos uno)

Y que cumplas muchos más de los  68 de hoy queriendo tanto como quieres a tu baby o a tus babys que no solo de un@ vive el hombre ... y la mujer.

Perruqueria del cor

A la seva mirada hi havia un pentinat dels anys setanta: desordenat, rebel, impossible de domesticar. Jo, que sempre havia anat per la vida amb el serrell recte, vaig sentir la temptació d’agafar unes tisores invisibles i deixar-me tallar per ell. Em deia baby com si fos l’única paraula que li quedava després d’un concert massa llarg. I cada vegada que ho repetia, jo notava l’aire sacsejar-me per dins, com quan algú obre la finestra en ple hivern. L’amor, amb ell, era soroll, suor… i un bis etern.


 

 

 

2 comentarios: