EL CALOR DE LAS PERSEIDAS
Aquella noche de agosto, el calor de Barcelona se pegaba a la piel como un amante torpe, uno de esos que no sabe si apretar o soltar, pero que te deja sudando y con la cabeza dando vueltas. Subí a la azotea del edificio, ese rectángulo de hormigón y tendederos olvidados donde las antenas se erguían como dedos acusadores hacia un cielo que, en la ciudad, siempre parece un poco sucio, un poco menos cielo. Las Perseidas, decían las noticias, iban a llover esa madrugada. Lágrimas de San Lorenzo, las llaman, como si un santo llorara estrellas por nosotros, los mortales que andamos pisando aceras agrietadas y soñando con fugas imposibles.
Me tumbé en una hamaca raída, con una cerveza tibia en la mano, y esperé. No era la primera vez. Hace años, en una noche como esta, ella estaba aquí conmigo. No diré su nombre; los nombres se gastan, se convierten en ecos que rebotan en las paredes de la memoria hasta que duelen. Era verano también, uno de esos veranos en que el deseo se enreda con el sudor y todo parece eterno, aunque sepamos que no. Llegamos a la azotea huyendo de la asfixia del piso, con una botella de vino robada de la nevera y risas que se escapaban como burbujas. Ella se quitó los zapatos de un tirón, y sus pies descalzos sobre el suelo caliente me parecieron un mapa de promesas. "Mira el cielo", dijo, tendiéndose a mi lado, su cuerpo rozando el mío en esa danza sutil que no necesita palabras.
Las estrellas fugaces empezaron a caer, trazos de luz que se desvanecían antes de que pudieras pedir un deseo. "Son meteoros", le expliqué yo, con esa pedantería de quien lee demasiado y ama poco. "Restos de un cometa que se queman al entrar en la atmósfera". Ella rio, esa risa suya que era como un roce en la nuca, y me besó el hombro. "Tonto, son deseos que se escapan. Pide uno antes de que se apague". Pedí, claro. Pedí que esa noche no acabara, que su piel contra la mía fuera el único universo que importara. El erotismo no era en los cuerpos desnudos –aunque los nuestros lo estaban pronto, allí arriba, con el viento lamiendo curvas y sombras–, sino en cómo sus dedos trazaban constelaciones en mi espalda, como si yo fuera el cielo y ella la que lo hacía llover.
Pero las Perseidas son traidoras. Caen rápidas, brillantes, y se van. Como ella. Al amanecer, con el sol despuntando sobre los tejados, murmuró algo sobre rutinas y distancias, y se marchó. Ironía del destino: yo, que tanto hablaba de atmósferas y cometas, me quedé quemado como uno de esos meteoros. Ahora, solo en la azotea, veo otra raya de luz cruzar el negro. Pido de nuevo, pero los deseos ya no son los mismos. Son más pequeños, más cotidianos: un café sin prisas, una llamada que no llega, el olvido de esa soledad que se cuela por las grietas de la ciudad.
Abajo, el tráfico ronronea, indiferente. Barcelona duerme a medias, con sus luces que ahogan las estrellas, como si la modernidad fuera una cortina que nos impide ver lo que realmente cae del cielo. ¿Sabes? A veces pienso que las Perseidas son como los amores urbanos: fugaces, intensos, y siempre con un regusto a pérdida. Te dejan un brillo en los ojos, un calor en la piel, y luego nada. Solo el recuerdo, que se pega como el sudor de agosto.
Cae otra. Cierro los ojos. Quizás esta vez el deseo se quede un poco más.
«Las estrellas son esencialmente inútiles —y absolutamente esenciales.» (William Goldman, nacido el 12 de agosto de 1931 en una noche de lluvia de estrellas y, desde entonces, caminó entre ellas… aun siendo inútiles para él)
Y que cumplas muchos más de los 71 de hoy para hacer versiones tan especiales como la del vídeo.
Ombra i claror
Em mirava amb aquella calma que només té qui ja ha decidit estimar-te sense condicions.
Els seus ulls, llum d’horabaixa, eren tan inevitables com la respiració.
Vaig aprendre a llegir silencis als seus llavis, a beure’m
l’eco de cada somriure,
a retenir a les mans el mapa invisible de la seva pell.
Hi havia dies que només existia ella i la seva ombra, dies en què la resta del món semblava un error tipogràfic.
I, fins i tot quan el temps va començar a esborrar-nos, la vaig estimar igual.
Potser més.
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