EL ALIENTO DEL FUEGO (I)
Camino por las calles vacías, el aire caliente me roza la piel como una caricia traicionera. Pienso en ti, en cómo solías decir que el verano era el tiempo de los cuerpos libres, de sudores compartidos en terrazas olvidadas. Ahora, el sudor es solo miedo líquido, y los cuerpos huyen hacia el sur, cargando maletas con lo esencial: fotos amarillentas, un par de mudas, el fantasma de una vida que se quema a lo lejos. ¿Recuerdas aquella noche en el café de la Rambla, cuando hablábamos de revoluciones como si fueran besos pendientes? "El mundo se cambia con fuego", decías tú, con esa ironía tuya que me hacía reír y desearte al mismo tiempo. Ahora el fuego ha venido, pero no trae cambios, solo ruina.
Llego al metro, un vagón medio vacío donde la gente se mira de reojo, como si el vecino pudiera ser el culpable de esta catástrofe. Una mujer mayor, con el rostro surcado por arrugas que parecen ríos secos, murmura algo sobre "los de arriba". Los pocos, los que deciden desde oficinas con aire acondicionado, mientras nosotros, los muchos, nos asfixiamos en esta hoguera colectiva. Impotencia desesperada, eso es lo que siento. Mis manos tiemblan al sujetar el móvil, donde las noticias parpadean como llamas digitales: "Incendios descontrolados en Castilla y León, Galicia y la Comunidad de Madrid. Miles evacuados. Gobiernos prometen acción". Promesas, siempre promesas, como besos que nunca llegan a los labios.
Recuerdo el día en que todo empezó a oler a quemado. Fue un jueves cualquiera, de esos que se pierden en el calendario como gotas en un océano. Yo estaba en el gimnasio, ese antro de sudores y espejos donde los cuerpos se moldean como si pudieran escapar de la realidad. El aire acondicionado zumbaba, pero fuera, el termómetro marcaba cuarenta grados, un calor que se pegaba a la piel como un amante posesivo. Sudaba sobre la cinta, corriendo hacia ningún lugar, cuando el teléfono vibró: un mensaje tuyo, breve, como tus despedidas. "Mira las noticias. El mundo se quema".
Apagué la máquina y salí a la calle, donde el sol mordía como un perro rabioso. En las pantallas de los bares, imágenes de bosques en llamas. Llamas que devoraban casas como si fueran papel, dejando atrás esqueletos negros y humeantes. La impotencia me golpeó como un puño en el estómago. ¿Qué podía hacer yo, un tipo cualquiera en una ciudad que finge ser eterna? Llamé a amigos, a familia, pero todos repetían lo mismo: "Es el cambio climático. Los gobiernos no hacen nada". Los pocos, esos que viajan en jets privados y firman acuerdos que se evaporan como humo, mientras los muchos nos quemamos en esta pira global.
Esa noche, en mi cama deshecha, soñé con fuego. No un incendio destructor, sino uno sensual, que lamía la piel como tu lengua en aquellos días de deseo crudo. Desperté empapado en sudor, el cuerpo recordando lo que la mente intentaba olvidar: que el fuego es también vida, pero ahora se ha vuelto contra nosotros. Salí a la terraza, el aire cargado de partículas invisibles que se colaban en los pulmones como secretos no deseados. Abajo, en la calle, un grupo de manifestantes gritaba consignas contra la negligencia. "¡El planeta arde, y ellos miran!", decían. Me uní a ellos, mi voz ronca por el humo, pero era como gritar al viento: los pocos no escuchan, ocupados en sus torres de marfil, donde el fuego es solo un titular en el periódico.
«El héroe es aquel que enciende una gran luz en el mundo, que coloca antorchas encendidas en las oscuras calles de la vida para que los hombres puedan ver.» (Felix Adler, nacido el 13 de agosto de 1851. No consta que fuese un pirómano y que la frase es pura metáfora. Por cierto: nada de hacerse el héroe con lo que no se domina)
Hoy la belleza de la danza ritual del fuego...
Foc sota la pell
Les faldilles, pesades de suor i fum, colpegen l’aire com ales que no volen volar. Els peus, durs com brases, dibuixen cercles sobre la terra calenta; cada gir arrenca un sospir, cada salt trenca un fil invisible amb la nit. Els tambors cremen la sang dins les venes, i el foc, amo i còmplice, devora l’ombra dels cossos. No hi ha lloc per a la calma: només el crit antic que fa ballar ossos, pell i mirada, com si el món sencer esperés aquest instant per incendiar-se.
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