miércoles, 27 de agosto de 2025

NOSOTRAS, PERSONAS

 

Entramos de cinco en fondo, no por coreografía sino por costumbre de calle: si la acera es estrecha, el paso se hace pacto. Agosto nos lamía los tobillos con lengua caliente y el vestíbulo del Supremo olía a madera encerada y tinta que no perdona los errores. Traíamos una pregunta doblada en el bolso como pan envuelto: sencilla, peligrosa, necesaria.

No veníamos a tocar trompetas. Veníamos a empujar una puerta que parecía palabra. “Personas”. Tres golpes de sílaba y un cerrojo invisible. Desde niñas, la palabra había sido casa ajena con luces encendidas. Aquella mañana, nosotras—Henrietta, Emily, Nellie, Louise e Irene—decidimos llamar al timbre sin pedir llave prestada.

El ujier nos miró con la educación vencida del que teme meterse en política. Aun así, señaló la mesa. Dejamos el expediente. La tinta aún fresca subió como el vapor de una sopa. Lo dijimos con la voz que se usa cuando la vida se vuelve trámite:

—Deseamos registrar una pregunta.

Y quedó escrita, negra y limpia, en el formulario que alguien más firmaría con gesto mecánico: «¿Están incluidas las personas de sexo femenino en la palabra “personas” mencionada en el artículo 24 de la Ley de la América del Norte Británica de 1867?» La frase alineó nuestro pulso. Éramos cinco y, sin embargo, latimos como una.

El sello cayó: 27 AUG 1927. Un latigazo de caucho y tinta pegó el calendario a la mesa. A nuestro alrededor, los retratos de magistrados nos respiraban en la nuca con bigotes disciplinados. Las alfombras tenían una paciencia de monasterio; las paredes, esa severidad de escuela que ordena callarse incluso a los muebles. Notamos el peso del aire en los hombrillos del abrigo, como si el clima tuviera leyes internas.

No llevábamos discursos en la cartera; llevábamos desayunos fríos, cartas de maestras cansadas de firmar con manos ajenas, historias de viudas legales de maridos con muy buena salud, cuentas de impuestos pagados con pleno anonimato. Llevábamos, sobre todo, la costumbre de no rendir reverencias a la gramática cuando la gramática se cree reina.

—Señor —dijimos al secretario que carraspeaba su función—, pedimos solo que el idioma deje de ser coartada.

El hombre tomó la pluma como se toma un pez vivo. Nos pidió nombres. Le dimos cinco y, sin pensarlo, ofrecimos una sexta firma: la de todas las que no pudieron venir porque la vida, a veces, es un horario de tranvía imposible. “Anótenos juntas”, pedimos. “Como un plural con rostro.”

La pregunta avanzó por el pasillo hacia la mesa de los jueces. No sonó música, no olió a triunfo. Olió a papel. A paciencia. A hierro viejo. Una de nosotras pensó que aquel edificio era una garganta esperando palabra. Se hizo un silencio de antes de lluvia.

Nosotras rompimos el silencio con la respiración. Nadie nos dio una silla, así que nos hicimos columna. Miramos a través de la ventana: un niño tiraba de la mano del padre y miraba nuestros sombreros con la curiosidad que aún no sabe de permisos. Le devolvimos un gesto: “Esto también es tuyo”, quisimos decirle, “aunque ahora no lo entiendas.”

“Personas.” Qué disciplina tan absurda la de una palabra que se niega a mirarte a los ojos si no llevas la barba en la cara. El artículo 24 era una puerta; el problema, la linterna que usaban para leer el letrero. Si alguien necesitaba traducción, la ofrecimos: cuando decimos “personas”, decimos cuerpos que pagan impuestos, decimos mentes que opinan, decimos manos que crían y escriben, decimos ciudadanos—o como prefieran conjugarlo—que existen con el mismo peso que cualquiera.

Nos preguntaron si pretendíamos cambiar la Ley. Contestamos: pretendemos que cumpla su promesa. Si el idioma se hizo para nombrar, que nombre. Si el Estado se hizo para incluir, que incluya. Si no están listos, que lo digan en voz alta para que la vergüenza haga su trabajo.

El sello aún nos latía en los oídos cuando firmamos las copias. Tres pedimos; nos entregaron cinco. Las guardamos como quien guarda fósforos en invierno: sabiendo que el frío se burla de las manos, pero no de la llama. Salimos sin marcha triunfal. Salimos como entra la lluvia fina: sin aplausos, constante, calando.

En las escaleras, reímos bajo —no por modestia, por estrategia— cuando alguien dijo que quizá la palabra “personas” necesitaba tomar té con su propia sombra.

No sabíamos entonces la ruta exacta de la respuesta. Intuíamos vaivenes, un no que viajaría lejos y un sí que, con suerte, encontraría barco para llegar de vuelta. Pero ese día ganamos algo que no cabe en sentencia: el cuerpo entero se nos colocó en su sitio. El abrigo pesó menos, la ciudad tiró un milímetro menos hacia abajo, el futuro dejó de ser una habitación cerrada con llave dentro.

¿Qué ocurrió el 27 de agosto de 1927? Que preguntamos juntas. Que convertimos una duda en acto público. Que llevamos al idioma a comisaría para que declarara. No éramos heroínas; éramos un plural con hambre. Y el hambre, cuando aprende a hablar, abre rendijas en el mármol.

Al doblar la esquina, la tarde olía a metal caliente y a posibilidad de tormenta. Nos despedimos con la prisa cordial de quien tiene la compra por hacer y la Historia en el bolso. Decidimos—sin decirlo—volver las veces que hiciera falta. Si el “no” aparecía, lo seguiríamos hasta donde se escondiera. Si el “sí” tardaba, lo pariríamos con preguntas.

A veces, los días importantes no levantan la voz. Se limitan a estampar una fecha y a dejarnos el eco en la sangre. Desde aquella mañana, cada vez que alguien pronuncia “personas”, sentimos que una puerta interna se abre medio centímetro más. Y nosotras, que entramos de cinco en fondo, seguimos pasando, una y otra y otra vez, hasta que el plural deje de ser noticia y se vuelva costumbre.

«¿Por qué la medida del amor es la pérdida?» (Esto lo ha dicho Jeanette Winterson que celebra hoy su 66 cumpleaños; no sé si ha encontrado respuesta a su pregunta por lo que agradecería que si algun@ entre l@s presentes la encuentra, nos la haga saber. Gracias)

Se pasó los 76 años que estuvo entre nosotr@s con un salero en el bolsillo por si se encontraba con un gato negro o pasaba por debajo de una escalera en la calle. Vivía angustiado con ello tanto que lo cantó con sus amiguitos del vídeo. Ah! Hoy hubiese cumplido 81.  

Set anys sota l’escala

La gata negra em talla el pas davant del portal. Llenço sal per l’espatlla, em pesa a la llengua com una mala paraula. El mirall del rebedor té una esquerda que em parteix el rostre en dues versions: la que espera miracles i la que truca portes. Baixa un veí amb un feix de correus impresos com si fossin fulles de llorer, i m’enganxa el riff d’un timbre a la nuca. Penso que la mala sort no és la gata, ni l’escala: és creure que demà canviarà res si avui no m’atreveixo a pujar.


 

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