NO ES POSIBLE VIVIR LO NO VIVIDO
En Cedeira, el tiempo no se cuenta en relojes, se mide en mareas y en la brétema que decide si hoy existe o está prestado. El récord del muchacho —veinticuatro años y una plaza de notario— llegó como llegan los temporales: anunciado y, pese a todo, sorprendente. El pueblo, que siempre ha preferido los rumores a los ránkings, miró primero al puerto y luego al calendario. Algunos pensaron “bendita cabeza”; otros, con la envidia cauta de la costa, calcularon cuántas navidades no había olido a caldo en su mesa.
Estudió como quien pesca de noche: sin hacer ruido y con los ojos a la oscuridad. Durante dos años salió de casa cada veinte días, una liturgia que su madre comprendió sin aprobar. Dejaba en el dintel tarros de caldo, trozos de empanada, pan de maíz envuelto en paño. Desde dentro, la lámpara devoraba horas; por la ventana, la ría bostezaba. El cuerpo del chico aprendió la obediencia: baño, comida, silla. Lo demás eran páginas, códigos, latinajos con olor a archivo. Casi nadie lo intuía: la vecina del tercero oía la silla corredera y pensaba que aquel niño se estaba quedando sin sal.
Aprobó; no lloró. La alegría hizo el ruido exacto de un sello contra la madera: seco, breve, indiscutible. Los periódicos lo nombraron “el más joven”. Su madre se puso un jersey bueno y llevó la noticia por la rúa como si fuera un niño recién bautizado. Cedeira, acostumbrada a celebrar cuando regresa un percebeiro vivo de un golpe de mar, aceptó el récord con una sonrisa de domingo. Después siguió a lo suyo: remendar redes, abrir bares, pedir el parte a la nube.
El despacho se instaló a dos calles de la lonja, con vistas al rompeolas y al faro de Robaleira cuando la brétema se dignaba a retirarse. Los lunes venían hipotecas con olor a piso nuevo y humedad vieja; los martes, poderes con prisa de agencia; los miércoles, testamentos con manos que tiemblan. El sello, sacerdote laico, golpeaba y cerraba mundos. Él servía la ceremonia con precisión de relojero. Bajo esa precisión, un zumbido: la mar de fondo del encierro, a media voz, aunque el puerto estuviera en calma.
Un jueves de lluvia entró Uxía, panadera de codos sabios, harina en el pelo y una frase exacta ensayada de pie frente al horno. Venía a revocar un poder a su ex —Suso, nombre de amor y cansancio—. Traía también otra cosa, la voluntad de cancelar el resto, aunque no supiera cómo se redacta eso. Deseaba escucharse diciendo por fin que desapareciera de su vida.
—Quiero que desaparezca de mi vida —dijo, obediente a su deseo.
Él explicó que la ley escribe mejor en papeles que en recuerdos. Uxía escuchó con esa paciencia que da el amasado. Pidió un gesto:
—Golpee fuerte. Que suene.
Y sonó. El golpe del sello retumbó en el despacho con la dignidad de un tambor pequeño. Uxía sintió alivio; por los dedos de él subió una vibración antigua, como cuando de niño tocaba las barandillas frías del muelle. Después hablaron de panes y de exámenes, de que en San Andrés de Teixido va de muerto quien no fue de vivo, y bromearon —él con torpeza cariñosa, ella con la ironía limpia de quien se levanta antes que el día—. Uxía dejó un pan de espelta envuelto en papel. Ese pan cambió la humedad del piso. Durante horas, la casa olió a infancia tibia.
La vida siguió: el banco le ofreció crédito, el alcalde un apretón, la prensa otra entrevista. Pero en la nuca crecía una rigidez de estatua; en su cama, las visitas cruzaban como sombras educadas; y en el puerto, cada golpe del sello encontraba su eco en el agua, que devolvía una pregunta sin palabras: ¿a quién daba fe si no se la daba a sí mismo? No lo pensaba así —el oficio no perdona indulgencias—, pero lo sentía en el hueco detrás del esternón, ese lugar donde un día anidan los sustos.
Llegó un viernes de lluvia limpia. Cerró temprano y caminó hasta el espigón. Los acantilados de Herbeira, invisibles pero presentes, respiraban detrás de la bruma como una espalda enorme. Pensó en su récord y supo, con la claridad de las tormentas, que aquel número pertenecía a un chico que ya no estaba. Allí, entre lanchas atadas y gaviotas maleducadas, decidió cancelar su encierro. No conocía el procedimiento, pero intuía lo esencial: hacía falta un testigo.
Volvió sobre sus pasos y entró en la panadería. La calor lo bofeteó con ternura; la harina flotaba como nieve que entendiera de trabajo. Uxía metía barras al horno. No miró a la puerta: sabía que vendría, como sabe la marea que va a subir.
—Vengo a cancelar otra cosa —dijo él, con esa mezcla de vergüenza y alivio de quien ha pedido la vida a plazos.
—¿Qué concepto? —preguntó ella, jugando a la notaria sin toga.
—La escritura de mi encierro.
Hubo un silencio de artesano: breve, contundente, útil. Uxía le pasó una barra ardiente; rozó sus dedos a propósito para que el cuerpo firmara antes que el cerebro. La quemadura pequeña hizo el sonido íntimo que las leyes no recogen. Él entendió —no con palabras sino con piel— que ya había testigo.
A la mañana siguiente abrió el despacho con la puerta entornada. Soplaba nordés; el mar batía con ritmo de procesión y la brétema hacía películas en los cristales. Llegaron hipotecas, poderes, adioses. El sello golpeó como siempre, pero buscando otra cadencia: menos tumba, más humana. A mediodía entró Uxía con la excusa de un documento menor. No hacía falta ninguna firma. Hizo falta, en cambio, un sorbo de agua con anís, dos bromas pequeñas, un “¿a qué hora sales?”.
Esa tarde, al bajar la ría, caminaron hasta el puerto. Él habló de latinajos que suenan a puertas, ella de masas que obedecen al clima. Se detuvieron frente al faro. El notario, que había aprendido a no opinar, probó una frase pobre y justa:
—Necesito un testigo para volver a vivir.
—Se cobra en pan —contestó Uxía. Hubo sonrisa.
Desde ese día, Cedeira no cambió gran cosa. La gente siguió remendando redes, la brétema siguió a su aire, los turistas siguieron pidiendo percebes en temporada. Pero el despacho perdió el olor a papel eterno. A veces huele a hogaza caliente y a lluvia reciente. Él sigue poniendo fe en lo ajeno —casas, poderes, herencias—, solo que, cuando el sello cae, el puerto ya no devuelve un vacío sino un pulso. Y, cuando la tarde viene larga, Uxía aparece con harina en el pelo y pregunta:
—¿Ya firmaste la cancelación de tu encierro?
Responde con precisión gallega:
—Está en trámite. Falta una última lectura.
La que falta: la del cuerpo que ya no se sienta de espaldas a la ría. Queda pendiente la firma del mar, que en Cedeira es siempre la última. A veces la pone al subir la marea; otras, cuando baja y deja brillo en las piedras. Y si alguien pregunta quién da fe, ahí está la brétema que levanta un poco el telón y, por un instante, hace que todo parezca de verdad firmado.
«La destrucción de nuestro pueblo debe detenerse. No somos estadísticas. Somos el pueblo al que le quitasteis esta tierra por la fuerza, la sangre y la mentira» (La frase es de Leonard Peltier nacido el 12 de setiembre de 1944 y al que hoy no se si desearle que cumpla muchos más. Lleva encarcelado desde 1976 y, como se le condenó a dos cadenas perpetuas, no saldrá en lo que le queda de vida. Parece ser –no está muy claro- que en un tiroteo mató a dos agentes del FBI. Peltier estaba defendiendo los territorios sagrados Sioux de una masacre, en la que murieron asesinados 250 miembros del pueblo lakota por miembros de aquél cuerpo armado. En esos territorios se había encontrado uranio y carbón, por lo que no es difícil deducir la “molestia” causada por Peltier al gobierno de los EEUU. Por cierto: no consta que fuese un “flotilla” para reivindicar los derechos de los indígenas masacrados por los que ocuparon sus tierras)
La cantante del vídeo cuyo nombre es todo un homenaje al mes en el que nos encontramos, September, cumple hoy 41 años y ha entrado en mi blog -y de quién lo lee- precisamente por eso... o no.
Ballar-te fora
La pista s’esborrava com una onada de leds. Jo, amb els ulls pintats d’urgència, vaig decidir oblidar-te a ritme de quatre quarts. El DJ va punxar aquella tornada que prometia: no ploraré per tu, i et va tremolar el gel del got. El teu perfum feia tard; el meu cor, també. Em vas dir “torna”, i vaig somriure com qui apaga un incendi amb confeti. Vaig sortir al carrer: asfalt calent, lluna de neó, genolls que volien tremolar i no els vaig deixar. A cada pas, un adéu: et deixava a tot arreu menys a mi.
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