sábado, 13 de septiembre de 2025

EL HOMBRE QUE SIEMPRE LLEGABA PRIMERO

A sus cincuenta y siete años, Ramón seguía llegando el primero al gimnasio. No porque el cuerpo lo pidiera —hacía ya una década que las rodillas pedían tregua y la barriga silencio— sino porque alguien debía interpretar al hombre que nunca afloja. El personaje que él mismo había construido a pulso: el del tipo que aún podía levantar barras que pesaban más que su propio desencanto.

Lo mirabas y veías la camiseta ajustada, el saludo sonoro, el chiste rápido. Él lo sabía: eran focos, no gestos. Cada “¿qué pasa, campeón?” era la manera de recordarse que seguía en escena. Había aprendido que la hombría, si no se representaba a diario, se evaporaba.

La ironía era que, detrás de tanta función, su vida se había quedado en silencio. Su hijo apenas lo llamaba. Su exmujer se había marchado diciendo que no quería vivir con un actor de una obra que nunca había comprado. Y Ramón, cada noche, se servía un vaso de whisky y lo brindaba frente al espejo, como quien agradece al público invisible que todavía lo aplaude.

A veces, mientras se duchaba en los vestuarios, pensaba en que todo había empezado con algo tan sencillo como un consejo de su padre: “Un hombre tiene que hacerse notar, aunque no tenga nada que decir.” Qué frase tan corta para tanta condena.

Lo tierno —si puede llamarse así— es que Ramón todavía creía que la máscara lo protegía. Que si seguía levantando pesas, contando chistes y haciéndose notar, alguien volvería a quererlo. Como si la performance pudiera comprar amor de segunda mano.

Una mañana, al salir del gimnasio, se cruzó con un niño que lo miraba fijamente. Ramón, fiel a su papel, le guiñó un ojo y levantó el pulgar. El niño no respondió: se limitó a seguir observándolo con una seriedad implacable, como si viera al hombre detrás del personaje.

Y por primera vez en mucho tiempo, Ramón sintió que lo estaban mirando de verdad. No al actor, no al campeón, sino a él. Fue un segundo incómodo y dulce. Melancólico, como cuando apagan las luces de un teatro y entiendes que la función no era eterna.

Ramón siguió andando. Silbaba para llenar el vacío, pero la nota se le quebraba entre los dientes. Quizá porque, al final, lo que más pesa no son las barras del gimnasio, sino las palabras que nunca se dijeron sin levantar la voz.

«El lenguaje de los derechos humanos es, casi siempre y en el mejor sentido del término, un lenguaje subversivo» (Óscar Arias Sánchez a pesar de ser presidente de su País, Costa Rica, le dieron el premio Nobel de la Paz en 1987, justo cuando cumplió 47 años. Hacer las cuentas de cuántos cumple hoy)

Todo es muy suave en la canción. La voz de quién canta, también y eso que cumple 84 años. Que cumpla muchos más aunque se le estropee algo... la voz.  

El soroll suau de l’alegria

Quan vas dir hola, el metro va fer un sospir metàl·lic i la ciutat es va posar sabatilles. Els semàfors van parpellejar com paparazzis tímids. Em vas donar un glop d’aigua i em va saber a albercoc i diumenge. Vaig deixar el mòbil en mode avió: volàvem sense sortida. M’has fet tan feliç que ara el mirall em somriu de memòria. I si demà cau la pluja, tindrem estenedor i rialles. Si ve la por, li posarem música i sofà. Avui, simplement, la vida m’escull pel teu costat.


 

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