EL DÍA EN QUE FUIMOS PERSONAS
18 de octubre de 1929.
El pan huele a estufa y a prisa. La radio, un mueble con secretos, tose, y luego la voz de un hombre atraviesa la cocina como una carta mal abierta. Dice Londres. Dice Consejo Privado. Dice ‘personas’. Me queda mantequilla en el pulgar y una risa que no sé de quién es.
—¿Qué han dicho? —pregunta mi madre desde la ventana, donde mira la calle como si fuera a nevar dentro del cristal.
—Que somos personas —le respondo, y suena ridículo, como si le anunciasen a un pez que el agua es mojada.
Dejo el pan en el plato, apago la estufa. En el pasillo cuelga el abrigo que heredé de mi tía: bolsillos profundos, hombros de otra época. Lo llevo como quien lleva un mapa que no sabe leer. La voz insiste desde el aparato: Edwards contra Canadá, Consejo Privado de Su Majestad. Cinco nombres que ya conozco sin haberlas visto nunca: Emily Murphy, Nellie McClung, Henrietta Muir Edwards, Louise McKinney, Irene Parlby. Las repito en silencio como si fuesen los puntos cardinales de una brújula nueva.
Mi padre carraspea en la habitación del fondo. No entra. Está aprendiendo a no opinar cuando la historia le pisa el felpudo. A veces imagino su corazón como un reloj de bolsillo: pesado, exacto, incapaz de adelantar un minuto por pura ilusión. Si le digo ‘personas’, me dirá ‘ya veremos’; tiene el talento de convertir cada victoria en condición suspensiva.
Salgo a la calle. El aire de Montreal muerde las orejas y empuja la noticia por las aceras. Las mujeres se miran de reojo, como si acabaran de reconocerse en el espejo después de años hablando con la sombra. Una maestra del barrio sonríe con todos los dientes: no es solo la radio; es una grieta en la pared. La primera, quizá, de una casa que llevaba demasiado tiempo sin ventanas.
En la esquina me espera Clara, guantes de lana, ojos de té fuerte.
—Entonces, ¿ya no seremos ‘señoras’ de nada? —dice, medio en broma.
—Seremos personas —respondo—, que es más que un adjetivo. Es llave.
—Llave para abrir qué —pregunta—, si las puertas siguen en manos de los mismos.
—Para empezar, una puerta con escalinata y moqueta: el Senado. Luego vemos.
Me rio, pero la risa se me cae a los zapatos. Pienso en las que no están incluidas en esta palabra pulida, en las que la ley sigue sin pronunciar con claridad: mujeres indígenas, mujeres chinas, japonesas, las que conocen el invierno desde el otro lado del mostrador. Las pronuncio por dentro para que nadie me las robe. Una palabra no puede declararnos enteras si deja fuera la mitad de nuestro alfabeto.
La radio en el colmado repite Londres. Lord Sankey, dicen. El tendero me pregunta qué celebramos y no sé cómo explicarle que es como si nos hubiesen devuelto el nombre que firmábamos con tinta invisible. Compro harina como quien compra una bandera que no quiere colgar todavía. Clara señala un cartel de sombreros: ‘Elegancia para damas’. Lo arranca con cuidado y me lo da.
—Para el álbum —dice—. Para recordar que hoy una palabra se volvió porosa.
Volvemos andando, con el papel bajo el brazo. En mi calle, la nieve de diciembre todavía no es, pero el frío ya pronuncia las sílabas. Los hombres a la salida de la fábrica fuman en silencio. No parecen hostiles; parecen confundidos, como cuando aparece un piano en mitad de una obra.
—¿Y ahora qué? —pregunta mi madre cuando entro—. ¿Se come de ser persona?
—Se respira mejor —le digo—. Y a veces, con eso basta para vivir un poco más.
Le ayudo con las patatas. Mis manos, que han limpiado demasiados suelos y demasiado poco desprecio, van más rápidas que mis pensamientos. Agradezco el ruido del cuchillo contra la tabla: es un modo de latir que no me pide permiso. Enciendo la radio otra vez, bajo el volumen. Repasan la historia como si fuese un desfile: el Tribunal de aquí dijo no; el de allá, sí. Pienso en el océano como un juez que separa y une con la misma mano.
—Me gustaría verles la cara a esas cinco —dice mi madre—. Deben tener una risa que parte nueces.
—Y cicatrices donde nadie mira —añado.
Por la tarde paso por la escuela. La señorita Lamarque abre el aula para nosotras. Nos sentamos en los pupitres como niñas sin excusa. Alguien ha traído una tarta. La noticia nos sabe a azúcar y a hierro, como si la vida fuera una caja de herramientas que alguien por fin desprecintó. Una joven dice que quiere estudiar leyes. Otra suspira: ‘yo, escribir’. Nos miramos con un pudor que ahora tiene menos miedo. No es que la ciudad haya cambiado; hemos cambiado nosotras de postura.
—Me pregunto si mañana nos dolerán los músculos de mantenernos erguidas —dice Clara.
—Si duele es que crecen —le respondo.
Al salir, el cielo está lavado. Un hombre con sombrero nos da paso en la acera; lo hace con torpeza, como si la cortesía hubiera aprendido esta mañana a caminar. Me arde la piel de las manos dentro de los guantes. De pronto la calle parece escribible. Recuerdo a Louise, a Emily, a Irene, a Nellie, a Henrietta, nombres que ahora brillan como los de las calles que aún no existen. Las repito otra vez, por si el viento quiere llevárselas. No las suelto.
En casa, mi padre está sentado con el abrigo puesto. La radio duerme. Me mira como si no supiera dónde guardarme.
—¿Entonces? —dice—. ¿Ahora te nombran senadora?
—Ahora puedo imaginarlo sin pedir perdón por la audacia —contesto.
—Imagina, pues —dice él, y es lo más parecido a una bendición que me ha dicho nunca.
Esa noche sueño con una cámara donde las sillas no tienen dueño. Me siento y no pido permiso. Desde el techo cuelgan palabras como lámparas: persona, voto, herencia, justicia. Al despertar, la casa huele a sopa y a posibilidad. Me miro en el espejo pequeño del pasillo. He pasado la vida mirándome de cerca para no ver el marco. Hoy, por fin, echo un paso atrás: entro en el cuadro.
Es tarde. Clara golpea la puerta: tres golpes cortos, uno largo, nuestra contraseña de niñas.
—Vamos —dice—. Quiero caminar la ciudad con este cuerpo recién nombrado.
Nos abrigamos. Bajamos. La calle se nos ofrece como un papel en blanco, pero con huellas. Hacemos un pacto rápido, sin solemnidades: cada vez que una ley nos diga que somos menos, responderemos con la vida entera. Y si la ley no nos nombra a todas, aprenderemos a escribir nombres en los márgenes, hasta que los márgenes se queden sin sitio y la página tenga que ensancharse.
En la esquina, la radio del colmado vuelve a decir Londres, Consejo Privado, personas. El locutor parece un niño orgulloso mostrando un diente recién caído. Clara me aprieta la mano. Yo aprieto el papel de los sombreros. —¿Sabes? —me dice—. Hoy siento que he aprendido a pronunciar mi propio nombre.
—Y yo —respondo— que no volveré a aceptarlo en diminutivo.
Seguimos andando. La ciudad nos mira. No sabe todavía cómo llamarnos. No importa. Ya lo dijimos nosotras.
Fusta i espurnes
El Johnny del meu barri no sabia llegir pentagrames, però feia ballar els fanals. Rasca, rasca, i la tarda s’obria com una ampolla xampollejant. La mare li deia que estudiés alguna cosa seriosa; ell afinava la guitarra amb el soroll del tramvia. Una nit, a la plaça, va tocar tan fort que el rellotge municipal va perdre els minuts. “No paris”, li vaig xiuxiuejar. Va somriure com qui roba llum i la torna multiplicada. Encara avui, quan passa el tren, juro sentir els seus dits corrent per la via.
El bonus track del mismo ritmo con el más grande de todos...
Uufffff... y aquí con otra leyenda... viva...
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