jueves, 2 de octubre de 2025

 LA HORA EN LA QUE LOS CASTILLOS RESPIRAN (II)

Caminaron hasta la sombra del arco municipal. Un niño cruzó corriendo, persiguiendo una pelota que alguien había pateado con demasiada esperanza. Mateo la detuvo con el empeine y se la devolvió. El niño sonrió sin dientes suficientes. Clara observó aquella facilidad para atajar lo que venía de frente y pensó que eso les había faltado: parar una pelota sin convertirla en una tesis.

—Voy a la notaría —dijo—. Te espero allí.

—Subiré un momento más. Quiero ver el valle tomar aire.

Ella se alejó con un gesto pequeño, un adiós doblado en cuatro para que cupiera en el bolsillo. Mateo volvió a la muralla. El castillo, a pleno sol, parecía otro: el mismo animal, pero despierto. Se asomó por una tronera; abajo, el verde se extendía como una disculpa. Cerró los ojos y recordó la primera vez que llegaron a un sitio nuevo sin saber pelear en él.

“Podría quedarme aquí”, pensó, “aprendiendo el idioma de los campanarios, practicando la fonética de las nubes.” Imaginó una vida en la que el reloj del pueblo se retrasaba unos minutos cada día, lo justo para que tuvieras margen de llegar; una vida con torres indulgentes que exhalan a las nueve y cinco para que nadie firme a las nueve en punto.

Cuando abrió los ojos, notó algo extraño: la sombra de la torre era más corta de lo que correspondía. Miró el reloj: seguía marcando y, sin embargo, la luz no obedecía del todo. Tal vez una nube, tal vez un capricho de la colina. A veces el mundo hace esos gestos de cortesía para no desmentirte en alto.

Bajó. En la plaza, el músico se había ido y una mesa discutía si el tiempo cambia mejor el vino o al revés. Mateo cruzó bajo el arco. Sintió que el pueblo respiraba de manera distinta: una inhalación profunda, como si las piedras fueran pulmones que esperaban una decisión ajena para expulsar el aire.

La notaría estaba al final de una calle donde las ventanas colgaban como párpados. Dentro, el funcionario apilaba papeles con una destreza de panadero. Clara no estaba. “Se habrá retrasado”, pensó. Miró el reloj de pared: marcaba la hora exacta y, sin embargo, los segundos caían con pereza, cada uno agarrado al anterior como uvas en racimo.

Esperó. Diez minutos, tal vez veinte. El funcionario tosió en administrativo. Mateo salió. La plaza había cambiado de piel: había más sombra, más voces. Preguntó por ella en la terraza; la camarera recordó unas manos que revolvían el bolso. Caminó hasta la iglesia; un perro dormía junto al pórtico como si defendiera los sueños. Subió de nuevo al castillo.

La niebla no había vuelto, pero una bruma mínima nivelaba los contornos. Desde arriba, el pueblo parecía una maqueta imperfecta: tejas torcidas, chimeneas que jamás funcionarían. A lo lejos, la torre del reloj mantuvo el perfil de una mujer de pie con los brazos en jarra. Mateo rió solo al ver esa figura falsa que le recordaba a Clara cuando decía “no”.

Entonces, escuchó pasos detrás.

—Llegas tarde —dijo una voz conocida.

—No soy yo —contestó sin girarse—. Es la torre. Hoy respira despacio.

—Menos mal —dijo ella—. Necesitaba que alguien nos diera un minuto.

Se quedaron mirando el valle. Nadie habló de firmas. El viento, que sabe de protocolos, se encargó de barajar los silencios. Mateo buscó su mano y no la encontró. Clara no la ofreció ni la escondió. La luz se inclinó un poco, como para escuchar mejor.

 

Una campana sonó lejos, dudando entre dos notas. El reloj de la torre marcó una hora que no era ninguna. Abajo, un niño volvió a patear una pelota que esta vez nadie detuvo. Rodó hacia la cuesta y se perdió en un callejón. A veces, pensó Mateo, el mundo no decide; solo te deja a ti con la ilusión de que alguien ha decidido por ti.

Caminaron hacia el arco. Allí, la sombra enfriaba el aire lo justo para la lucidez. Clara abrió el bolso, sacó el sobre y lo guardó de nuevo.

—¿Y ahora? —preguntó él.

—Ahora, a ver si el castillo vuelve a respirar —dijo ella—. Si aguanta, nos quedamos otro día. Si no, firmamos.

Levantaron la vista: la muralla, paciente, mantenía a raya un ejército de luz. La torre, altiva, parecía atrasarse con deliberación. Y por un instante diminuto, imposible de probar, el pueblo contuvo el aliento, como si también quisiera ver en qué minuto exacto empiezan —o terminan— algunas vidas.

«Si nadie garantiza que un amor permanezca, ¿quién garantiza que un amor se acabará?» (Esta duda le asaltaba no solo a quién la escribió, Antonio Gala, sino a cualquier mortal que la haya leído. Por cierto, hoy hubiese cumplido 95 años, pero su verbo exquisito cumplió 92)

Y hoy cumple años el señor que canta en el vídeo que, por lo que parece, sólo escribió esa canción que data de 1971 y para colmo en este País estuvo censurada hasta ... ya sabéis cuando. Por irreverente. Vosotr@s mism@s. 

Riu sec, llavis dolços

Vaig portar el Chevy de l’avi fins al marge; el llit del riu feia crosta i el transistor xiulava boleros vells disfressats d’himnes. Ella mastegava un pastís de poma de llauna i m’anava robant la tornada del llavi. A la ràdio van anunciar que la música s’havia quedat sense pols, però nosaltres encara picàvem el ritme al volant. Vam brindar amb refresc calent, com si fos whisky d’estiu. Després vaig tornar sol, cantant malament. La nit, tossuda, feia cor: la festa continua, si ningú no l’apaga.


 


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