lunes, 20 de octubre de 2025

 MI LOCURA Y YO, CON LA CIUDAD ARDIENDO

—¿Vas a salir con esa cara? —me pregunta mi locura desde el espejo del pasillo.

—Con esta o con ninguna —le digo—. Hoy no pienso esconderme.

Abro la puerta y Barcelona me respira encima: humedad de azotea, gasolina, pan recalentado. La ciudad late como un músculo cansado, pero aún así empuja. Mi locura se coloca a mi izquierda, de la mano.

—Si nos miran raro, les sacas la lengua —me dice.

—No, hoy sonrisa. La que duele.

—La que te salva —responde.

En el metro, una niña canta algo de unicornios. Su madre la manda callar. Yo quisiera decirle que la deje, que hay silencios que se pagan caros. Mi locura me codea:

—No te metas. Bastante tienes con lo tuyo.

—Precisamente por eso —le digo—. Ya no caben más jaulas.

En Sagrera, la banda sonora se vuelve lata: anuncios, ruedas, pasos que no miran. Me siento y las manos tiemblan.

—¿Otra vez? —susurra mi locura.

—Otra vez. —Respira. Tres veces. Ya sabes. Obedezco. Uno. Dos. Tres. El pecho abre un centímetro, suficiente para que entren las cosas que importan: el olor a tortilla del kiosco, la cara de un chico que parece haber llorado, la certeza de que sigo.

—¿Por qué esta guerra entre nosotras? —le pregunto.

—Porque me querías discreta —dice—. Un lunar. Y yo nací neón.

—No sabía cómo llevarte.

—No me lleves; acompáñame. Sonrío. Me acerco a la ventana del vagón y le marco un beso de vaho. —Firmamos la paz —le digo.

—Armisticio negociable —contesta.

Trabajo. Pantallas. Gente que confunde eficiencia con amor propio. Mi jefe aparece con su lista de balas.

—Necesito que seas más… estable —dice, buscando una palabra que no lo comprometa.

—¿Estable como qué? ¿Como una silla?

—Como alguien que no tiembla.

Mi locura se ríe bajito.

—Dile que tiemblas porque estás viva.

—Tiemblo porque estoy viva —repito.

Él parpadea como si hubiera visto un eclipse por accidente.

—Entonces toma el día —dice—. Haz lo que tengas que hacer.

—Estoy trabajando —respondo.

—No ahora. Hoy no.

Y se va, dejándome la oficina en silencio, como una iglesia sin fe.

—Vámonos —dice mi locura—. A la calle.

—¿A dónde?

—A que te caigas y te levantes. Es nuestro deporte.

Subo a la superficie. Llueve un poco, lluvia fina que perfecciona las cicatrices. Compramos pan caliente. Una mujer mayor me mira y me sonríe con dientes supervivientes.

—Hija, qué ojos —me dice—. Parecen faros encendidos.

—Es la sal —respondo—. Vengo del mar.

Mi locura, celosa, me aprieta la mano:

—No me cambies por la poesía barata.

—Tarde —le guiño—. La poesía me cambió a mí.

En el gimnasio, la cinta zumba. Un chico con hombros de estatua me ofrece agua.

 —Te vi el otro día llorando en el metro —dice con naturalidad asombrosa.

—Yo te vi hacer flexiones de más —respondo.

—¿Estás bien?

 —Estoy —digo.

Mi locura salta a su barbilla imaginaria:

—Dile la verdad.

—No soy un desastre —le digo al chico—. Soy una tormenta con calendario.

Él ríe.

—Me caes bien.

—Yo me caigo y me levanto —contesto—. Tú decide si te apartas o me ofreces la mano. Él tiende la botella como si fuese cuerda. Bebo. Me sabe a pacto.

Vuelvo a casa con el pelo húmedo. En el ascensor, el espejo me devuelve una cara que podría ser de cualquiera y es mía.

—Acuérdate —me dice mi locura—: no te vuelvas pequeña para caber.

—Ni muda para gustar.

—Ni cuerda para sobrevivir.

—Ni mártir para que aplaudan.

Él —el último— me escribe: «¿Hablamos?».

—¿Hablamos? —le repito a mi locura.

—Hablemos nosotras primero.

Le llamo.

—Dime —dice su voz, que siempre llega como una promesa a medio pagar.

—No era intensidad —le digo—. Era hambre. Yo llevaba años comiendo aire.

—Yo solo pedía calma.

—Confundiste blandura con paz.

—Me asustaste.

—Yo también me asusté: de volver a encogerme para entrar en tu vida como si fuera un zapato ajeno.

Silencio. El tipo de silencio que podría curvarse en beso o en despedida.

—¿Y ahora? —pregunta.

—Ahora no vuelvo. Pero gracias por enseñarme dónde no cabía. Cuelgo. Mi locura aplaude con ironía y ternura:

—Bravo.

—No soy valiente —le digo—. Soy cansada.

Por la tarde voy a ver a mi madre. Huele a colonia de lavanda y a sopa que hierve.

 —¿Se te ha pasado ya? —pregunta, doblando toallas con la precisión de un cirujano.

—No. Pero ya no mando a callar a lo que duele. Lo invito a sentarse.

—No hagas tonterías.

—Prometo que si me hundo será por una ola preciosa.

Se ríe con ruido de porcelana antigua.

—Esa niña que eras… siempre a contramano.

—Sigo siéndola —digo, y el pecho duele bonito.

De regreso, compro tomates. Los huelo: verano en conserva.

—¿A qué sabe hoy estar viva? —pregunta mi locura.

—A pan con tomate y a un beso en la puerta —respondo.

—¿De quién?

—Todavía no lo sé. Tal vez de mí.

De noche, guitarra. Mis dedos protestan.

—Otra —pide mi locura.

Toco mal y con fe. El vecino golpea la pared. Yo le envío una serenata coja. Me río. Me río fuerte. Me río como quien al fin logra ponerse la piel del lado correcto.

Antes de dormir, escribo en la nevera: «Recordar pan. Regar la planta. No pedir perdón». Apago. La oscuridad no asusta; es una habitación que ya conozco. Mi locura se acurruca a mi costado, tibia como un gato.

—Mañana te caerás otra vez —susurra.

—Y tú me levantarás —respondo.

—Siempre.

—Siempre.

Fuera, la lluvia vuelve. Abro la ventana. Dejo que me salpique la cara.

—¿Para qué el paraguas? —pregunta ella.

—Para acordarme de que tengo manos.

—¿Y la sonrisa?

—Para que me acuerde de que tengo boca. Y vida.

Y me duermo con la ciudad ardiendo a fuego lento, nosotras dos en tregua, y la certeza obstinada de que el dolor viene, sí, pero el sufrimiento se negocia a puerta cerrada y hoy, esta noche, lo he dejado fuera.

«Yo no hago nada, lo hace el equipo.» (Isak Andic, hoy hubiese cumplido 72 años si no hubiese subido a la montaña de Montserrat en diciembre del año pasado acompañado de su hijo. Creo el imperio de Mango y llegó a ser la persona de mayor fortuna de Catalunya. Veremos en qué acaba todo esto)

Y, casualidad o no, el señor que canta en el vídeo "Caída libre", también nació un 20 de octubre pero de 1950. Su vuelo duró hasta los 66 años. 

 Caure sense paracaigudes

A l’últim revolt de Ventura, el cel fa olor d’asfalt calent i promeses barates. Jo accelero, tu xiuxiueges “tranquil·la”, i la ràdio diu que som bones persones que es deixen anar. Trec l’anell, el poso al portavasos: pesa com una clau d’hotel que ja no existeix. Els neons tremolen; els àngels del Vallí riuen amb gana. Tanco els ulls —una fracció— i el món s’obre com un ascensor trencat. Caic, sí, però és el primer cop que no busco el fre: si m’estimes, troba’m al vent.

 

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