LUZ PRESTADA

La boda olía a laca y a promesas recién pintadas. Todo brillaba: los cubiertos, los dientes del fotógrafo, el peinado del novio, la sonrisa de la tía Pili que llevaba tres años sin hablarse con la madre de la novia y hoy, milagrosamente, la abrazaba como si la hubiese parido dos veces.
Marta —nueve años, un vestido con tul que rascaba y unas zapatillas blancas que protestaban en silencio— llevaba una misión autoimpuesta: contar cuántas cosas relucían sin necesitar el sol. Tenía una libreta pequeñísima, con un unicornio resignado en la portada, y un bolígrafo que escribía en tinta plateada. “Para que encaje”, se dijo.
—No te alejes —le susurró su madre, apretándole el hombro mientras sonreía a alguien que venía de frente—. Hoy estamos felices, ¿vale?
“Hoy”, subrayó Marta en la cabeza, como quien pega un pos-it en una idea que se va a escapar.
El jardín del salón de banquetes estaba lleno de globos espejo con forma de estrella. Cada uno tenía una palabra: “Amor”, “Siempre”, “Destino”. El DJ decía “¡arriba esa energía!” a gente ya en tacones y corbatas que empezaban a negociar con el dolor de pies. Las risas eran ruidosas y educadas, como si alguien hubiese colgado un cartel: “Prohibido el silencio”.
Marta observaba. Su tío Ernesto, el del chiste fácil, brindaba con cava pero bebía agua cuando creía que nadie miraba. La abuela se emocionaba sin lágrimas. El padre de la novia se limpiaba la frente con la servilleta como si firmara una tregua con el sudor. El novio repetía “gracias” con el tono de los que han aprendido una palabra nueva y no van a soltarla.
—¿Te gusta? —preguntó la novia, agachándose para quedar a la altura de Marta. Tenía los ojos rojos de tanto cariño.
—Sí —dijo Marta—. Brilla mucho.
La novia sonrió. Miró alrededor como quien comprueba si todavía tiene el escenario bajo los pies. Luego se incorporó con un crujido minúsculo del corsé y se fue a bailar con su padre, que contaba los pasos como cuentas de un rosario.
Marta siguió su ruta de inspección. Apuntó: “Cubertería luminosa x 12 mesas”, “Zapatos como espejos x 7”, “Pelos con laca x todos”. Se detuvo en la mesa dulce. El pastel, tres pisos, sufría una lluvia de purpurina comestible; el topper —dos figuritas besándose— parecía decir “que dure lo que dure el azúcar”. Probó un macaron plateado. Sabía a almendra y a algo que no sabía decir: un gusto limpio, frío, que daba sed.
—¿Otro? —ofreció el camarero, amable de oficio.
—Luego —contestó Marta, que prefería observar a inflarse.
En el baño, dos invitadas se pintaban los labios frente al espejo.
—Él ha cambiado, se le nota en los ojos —dijo una, perfilándose.
—Hoy nadie cambia —respondió la otra—. Hoy solo se finge mejor.
Marta apuntó: “Fingir también brilla”.
En la mesa de los niños, los globos eran el tesoro. Raulito, que siempre ganaba sin reglas, tiró de la cuerda de un globo estrella hasta que la estrella se soltó, rozó una lámpara y se clavó en una rama del ficus. Se desinfló con un silbido que pareció una queja. A Marta le cayó al lado, como un pez metálico fuera del agua. Lo guardó bajo la mesa, sin decirlo. El brillo, arrugado, parecía triste.
Volvió la música. Vals. Luego bachata. Luego una mezcla agresiva de todo. Las copas chocaban. Los brindis rebotaban. El DJ anunció “el juego del zapato” y el novio levantó el tacón de ella para decir que ella mandaba, y todos aplaudieron como si la democracia acabara de inventarse en ese salón.
Entre baile y baile, Marta encontró al padre de la novia en el borde del jardín, hablando por el móvil con voz bajita.
—No me hagas esto hoy, por favor —decía—. Mañana voy. Hoy… hoy tiene que salir bien.
Miró a la derecha y vio a Marta. Sonrió con culpa, como un niño sorprendido con la mano en el bote de galletas. Guardó el teléfono con torpeza y se sacudió el traje, gesto ridículo para quitarse algo que no era polvo.
—¿Te lo estás pasando bien? —preguntó.
—Sí. Todo brilla —dijo Marta.
—Eso es lo importante —respondió él, y se fue al interior, a cumplir su papel exacto en la foto siguiente.
En la barra libre, la tía Pili abrazaba y besaba a la madre de la novia con insistencia matemáticamente calculada para que todos lo vieran. Al terminar, le susurró algo al oído. No se oyó la frase, pero sí se vio la sonrisa de cuchillo de la madre de la novia, afilada y rapidísima, antes de volver al gesto oficial. Marta apuntó: “Hay sonrisas que cortan”.
A las dos de la madrugada, los niños empezaron a caer rendidos. El suelo estaba sembrado de confeti plateado, tacones huérfanos y resacas futuras. Marta pidió permiso para ir al coche a por su sudadera. Su madre, feliz de mentira pero cansada de verdad, dijo que sí con un gesto. Marta cruzó el jardín en puntas para no pisar los charcos de luz.
Dentro del coche, con la luz del plafón encendida, sacó la estrella desinflada de la mochila. Al tacto, ya no era fría; era goma tibia, con restos de brillo pegados como una piel que se está mudando. Marta pinchó un pliegue con la uña. Un trocito de plata se levantó y dejó ver debajo un negro mate, honesto, como una noche sin piso de baile. Tiró un poco más: la capa plateada se desprendió en tiras finas y la estrella quedó en la mano como un murciélago dormido.
Volvió al salón con el resto de plata entre los dedos. La música seguía, la euforia a plazos también. Buscó a la novia. La encontró sentada en un bordillo, con el vestido recogido y los pies descalzos, masajeándose las plantas como si fuesen dos pájaros heridos. Tenía la mirada de los que quieren llorar pero recuerdan que se les corre el rímel.
—Te traje esto —dijo Marta, y le ofreció la tirita plateada.
La novia la miró sin entender. Marta mostró la estrella pelada, negra.
—Era así debajo —explicó—. Brillaba porque tenía esto encima. Es bonito, pero se cae.
La novia soltó una risa tan pequeña que apenas fue risa. Miró la plata, miró la estrella.
—Gracias —susurró—. Es… precioso.
—No es precioso, pero es de verdad —dijo Marta, que no pretendía filosofar, solo decir lo que veía.
La novia guardó la tira plateada en el bolsillito invisible del vestido, ese donde van los alfileres, las aspirinas y los secretos que una cree manejar. Se pasó la mano por el pelo y se volvió a poner los zapatos con un quejido diminuto, casi un “vale”.
—Voy a bailar —dijo—. Que hoy todo brilla.
—Sí —contestó Marta—. Hoy.
Se quedaron un segundo mirándose como dos desconocidas que se reconocen. Luego la novia se levantó y regresó a la pista, a ese cuadrado de realidad provisional donde la gente celebra que el mundo aguante un poco más sin caerse.
Marta se guardó la estrella negra en la mochila. Antes de cerrar, apuntó en su libreta: “La luz se presta. El fondo no”. Después borró “no” y dibujó un signo de interrogación. Le pareció más justo.
Al amanecer, cuando desenchufaron las guirnaldas y el jardín recuperó su cara de sitio normal, Marta caminó sobre el confeti húmedo, que ya no parecía plata sino papel. El fotógrafo bostezaba, el DJ cargaba cajas, la tía Pili buscaba su otra sandalia como si fuera un anillo de compromiso. El padre de la novia colgaba una llamada sin contestar. La madre de la novia abrazaba a su hija con los brazos, no con los dientes.
Marta subió al coche con su madre.
—¿Te ha gustado? —preguntó ella, espejo en la mano, rastro de purpurina en la mejilla.
Marta miró su mochila, pesada de estrella.
—Sí. Fue bonito —dijo—. Y mañana será otra cosa.
—Mañana ya veremos —respondió su madre, encendiéndose un futuro bostezo.
Mientras arrancaban, el sol se coló por el parabrisas y encontró un trocito de plata en el suelo del coche. Por un segundo, lo iluminó como si fuese una pepita de tesoro. Luego pasó de largo. Marta sonrió, sin saber bien por qué. “Luz prestada”, pensó, y la frase le gustó tanto que la subrayó dos veces en la libreta, con tinta plateada que todavía, por un rato, seguía brillando.
«Quítame el pan, si quieres, quítame el aire, pero no me quites tu risa.» (Hoy hace 54 años que a Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto –Pablo Neruda para l@s amig@s- le concedieron el Nobel de Literatura. Yo se lo hubiese concedido por cada frase, por cada canto, por cada poema, por cada soneto que escribió)
Con 68 años que cumple hoy se ha hecho un jartón de hacer música con sus amiguitos de la banda. Aquí una dedicada a Rosanna que, la verdad, no sé quién es.
Caminar a la teva vora
Quan giro el cantó, la ciutat fa un compàs coix. Els teus talons picaven així, sincopats, i jo feia veure que no. Aire de préssec, fum de bar, pell de set. “No em busquis”, vas dir, i la llum verdosa del semàfor va semblar un perdó a mig coure. Camino al teu costat que ja no hi és: un pas, mitja volta, un altre. Em prometo no trucar-te. M’escolto: t’estic trucant per dins. La nit riu discretament. Jo també, per no fer soroll.
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