
Me dieron la fecha de mi muerte en una ventanilla, como si fuera el turno del dentista.
Un papel. Un sello. “Siete de marzo”. La funcionaria ni me miró: nadie mira ya. Salí a la calle con la fecha doblada en el bolsillo, rozándome el muslo a cada paso, como una mano insistente.
Pensé: ahora sí, ahora voy a querer mejor. Y, en la primera esquina, le bufé a un hombre porque me adelantó medio metro. Me odié al instante, con una lucidez cruel: vamos a morir y aun así preferimos ganar tonterías.
En el metro, una niña se cayó. No lloró fuerte: pidió aire, como piden las personas grandes cuando se les rompe algo por dentro. Su madre la levantó sin abrazarla, mirando alrededor, pidiendo permiso al mundo con los ojos.
Yo miré mi papel. Luego miré a la niña. Y sentí pánico: no el miedo a morir, sino el miedo a seguir viviendo así, devorado por la nada, midiendo el cariño como si manchara.
Me acerqué.
—¿Te has hecho daño? —pregunté.
La madre apretó los labios: “No hace falta”. Pero la niña estiró los brazos hacia mí, descarada, urgente, sin ideología.
Y entonces lo hice: la abracé.
No fue tierno. Fue desesperado. Un abrazo como una bofetada contra el final. Noté su calor mínimo, su olor a champú barato y patio de colegio, y pensé que si el circo tenía sentido era ese segundo: una criatura confiando en un desconocido mientras los demás fingíamos que no.
La madre no me denunció. No me dio las gracias. Solo me miró como se mira a alguien que acaba de recordar algo incómodo.
Yo volví a sentarme con el papel hecho una bola en la mano.
Por primera vez desde la ventanilla, la fecha no pesaba.
Pesaba yo.
«La felicidad es nuestra propia naturaleza.» (Ramana Maharshi, nacido el penúltimo día del año de 1859 para ser un hinduista optimista. Solo hay que ver las naturalezas de algun@s para darse cuenta de lo infelices que pueden llegar a ser)
Bo Diddley hubiese cumplido hoy 98 años pero se quedó en algo más de 80. Buena parte de su vida, no sé porqué, se dedicó a aseverar que era un hombre. Para muestra, el vídeo de la intensidad con que lo canta.
Corbata d’acer
A l’ascensor, el mirall em retorna una cara que vol semblar pedra. M’hi ajusto la corbata com qui tanca un pany. A baix, l’oficina fa olor de tòner calent i de promeses masticades.
—Sóc un home —murmuro, per entrenar la veu.
El
botó del setè pis em crema el dit; no sé si és el metall o la por.
Quan s’obren les portes, em somriuen. Jo somric també: impecable, educat.
I per dins, petit com un nen, només demano que algú em cregui.
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