FILIPO, EL HIJO DE ZEUS: UNA ODISEA MITOLÓGICA
La noche caía sobre la Acrópolis, el sagrado recinto que albergaba los templos dedicados a los dioses de Atenas. El Partenón, la majestuosa morada de Atenea, la diosa de la sabiduría y la guerra, se recortaba contra el cielo estrellado, iluminado por las antorchas que rodeaban su perímetro. En su interior, la gigantesca estatua de oro y marfil de la diosa vigilaba el tesoro de la ciudad y el velo sagrado que se le ofrecía cada cuatro años en las fiestas panateneas.
A pocos pasos del Partenón se encontraba el Erecteion, el templo que conmemoraba el mito del rey Erecteo y su disputa con Poseidón, el dios del mar. En una de sus fachadas se hallaba el famoso pórtico de las Cariátides, seis bellas doncellas de piedra que sostenían el techo con sus cabezas. Según la leyenda, eran las hijas de Cécrope, el primer rey de Atenas, que habían sido castigadas por los dioses por haber revelado un secreto.
En el otro extremo de la Acrópolis se levantaba el templo de Atenea Niké, la diosa de la victoria. Su pequeño tamaño contrastaba con su elegancia y su significado. Era el lugar donde los atenienses rendían homenaje a la diosa que les había concedido el triunfo sobre los persas en las guerras médicas. En su interior se guardaba una imagen alada de Atenea, obra del escultor Fidias.
Estos eran los tres principales monumentos que adornaban la Acrópolis, pero no los únicos. También había otros edificios menores, como el Propileo, la entrada monumental al recinto sagrado; el templo de Roma y Augusto, un tributo al emperador romano que había respetado la autonomía de Atenas; y el Odeón de Herodes Ático, un teatro construido por un rico mecenas en memoria de su esposa.
La Acrópolis era el símbolo de la gloria y la cultura de Atenas, la ciudad más ilustre de Grecia. Pero también era el escenario de antiguos misterios y leyendas que se remontaban a los tiempos heroicos. Muchos secretos se ocultaban entre sus muros y columnas, esperando ser descubiertos por los curiosos o los intrépidos.
Uno de ellos era Filipo, un joven ateniense que sentía una gran pasión por la mitología y la historia. Desde niño había escuchado con fascinación los relatos de su abuelo sobre los dioses y los héroes que habían protagonizado las gestas más asombrosas. Su sueño era convertirse en un escritor capaz de plasmar en palabras la belleza y el misterio de aquellos mitos.
Por eso, aprovechando la oscuridad de la noche y la ausencia de guardias, Filipo se había colado en la Acrópolis con una antorcha y un pergamino. Quería explorar aquel lugar sagrado y sentirse cerca de los dioses. Tal vez así podría inspirarse para escribir su propio relato.
Pero lo que no sabía Filipo era que aquella noche no estaba solo en la Acrópolis. Alguien más había entrado en el recinto con una intención muy diferente a la suya. Alguien que buscaba algo más que inspiración. Alguien que estaba dispuesto a todo por conseguir lo que quería.
Filipo comenzó su recorrido por el Partenón, el templo más imponente de la Acrópolis. Se quedó maravillado ante la estatua de Atenea, que brillaba con el reflejo de su antorcha. Se acercó con reverencia y tocó suavemente el escudo de la diosa, donde se representaba la lucha entre los dioses y los gigantes. Luego se dirigió al friso que rodeaba el templo, donde se esculpía la procesión de las fiestas panateneas. Filipo reconoció a algunos de los personajes que participaban en el desfile: los magistrados, los sacerdotes, las vírgenes, los músicos, los guerreros... También vio a los dioses del Olimpo, que presidían la escena desde su trono. Filipo se detuvo ante la figura de Zeus, el padre de los dioses y de los hombres. Le pareció ver un destello en sus ojos.
- ¿Qué haces aquí, mortal? - oyó una voz grave y poderosa que le heló la sangre.
Filipo se sobresaltó y miró a su alrededor. No había nadie más en el templo. ¿De dónde había salido aquella voz?
- ¿Quién eres? ¿Dónde estás? - preguntó Filipo con temor.
- Soy Zeus, el señor del cielo y de la tierra. Estoy en todas partes y en ninguna. Y tú eres un intruso que ha profanado mi santuario - respondió la voz.
- Perdóneme, dios Zeus. No quise ofenderle. Solo vine a admirar su templo y a buscar inspiración para escribir - se disculpó Filipo.
- ¿Escribir? ¿Qué quieres escribir? - preguntó Zeus con curiosidad.
- Quiero escribir un relato sobre mitología griega. Me apasionan las historias de los dioses y los héroes - explicó Filipo.
- ¿Y qué sabes tú de mitología griega? ¿Crees que conoces todos los secretos de los dioses? - inquirió Zeus con ironía.
- No, dios Zeus. Sé que hay muchas cosas que ignoro. Por eso quiero aprender más - dijo Filipo con humildad.
- ¿Aprender más? ¿Y cómo piensas hacerlo? ¿Leyendo libros? ¿Escuchando cuentos? ¿O quizás espiando en la Acrópolis? - cuestionó Zeus con sarcasmo.
- No, dios Zeus. No quiero espiar ni robar nada. Solo quiero ver y sentir lo que ustedes ven y sienten - respondió Filipo con sinceridad.
- ¿Ver y sentir lo que nosotros vemos y sentimos? Eso es imposible para un mortal como tú. Los dioses somos diferentes a los hombres. Tenemos poderes y saberes que vosotros no podéis comprender ni compartir - afirmó Zeus con autoridad.
- Pero dios Zeus, usted mismo se ha relacionado con muchos mortales. Ha tenido hijos e hijas con ellos. Ha intervenido en sus asuntos. Ha influido en su destino. ¿No es eso una forma de ver y sentir lo que ellos ven y sienten? - argumentó Filipo con audacia.
- Eso es diferente. Yo soy el rey de los dioses. Yo hago lo que quiero y nadie me cuestiona. Yo puedo bajar al mundo de los hombres cuando me place y volver al Olimpo cuando me canso. Yo puedo tomar la forma que me convenga y engañar a quien me plazca. Yo puedo dar vida o quitarla según mi voluntad - declaró Zeus con orgullo.
- Pero dios Zeus, eso no es justo ni bueno. Usted debería respetar a los mortales y tratarlos con equidad. Usted debería ser un ejemplo para ellos y para sus hijos divinos - opinó Filipo con valentía.
- ¿Qué dices, insolente? ¿Te atreves a juzgar mis actos y a dar lecciones de moral? ¿Quién te crees que eres para hablar así a tu creador y señor? - exclamó Zeus con furia.
- Lo siento, dios Zeus. No quise ofenderle ni desafiarle. Solo quise expresar mi opinión y mi deseo de conocer más sobre usted y los demás dioses - se disculpó Filipo con miedo.
- Tu opinión y tu deseo no me interesan. Has cometido un grave error al entrar en mi templo sin permiso y al hablar con irreverencia. Por eso vas a pagar un alto precio - sentenció Zeus con severidad.
- ¿Qué va a hacerme, dios Zeus? ¿Va a castigarme? ¿Va a matarme? - preguntó Filipo con angustia.
- No, no voy a castigarte ni a matarte. Eso sería demasiado fácil y misericordioso. Voy a hacer algo peor. Voy a convertirte en uno de mis hijos - anunció Zeus con malicia.
- ¿En uno de sus hijos? ¿Qué quiere decir con eso? - inquirió Filipo con confusión.
- Quiero decir que voy a engendrar en ti una semilla divina que te hará cambiar por dentro y por fuera. Te haré parte de mi familia, pero no te daré ningún privilegio ni protección. Al contrario, te expondré a todos los peligros y sufrimientos que acechan a los hijos de los dioses. Tendrás que enfrentarte a monstruos, enemigos, pruebas y traiciones. Tendrás que luchar por tu vida y por tu honor. Tendrás que demostrar tu valor y tu virtud. Y tal vez, solo tal vez, si logras superar todos los obstáculos y cumplir tu destino, podrás alcanzar la gloria y la inmortalidad - explicó Zeus con crueldad.
- Pero dios Zeus, eso es una locura. Yo no quiero ser su hijo ni vivir esas aventuras. Yo solo quiero ser un escritor y contar historias - protestó Filipo con desesperación.
- Demasiado tarde, Filipo. Ya has sido elegido por mí. Ya no puedes escapar de tu destino. Ahora eres uno de los míos. Ahora eres un héroe - dijo Zeus con una carcajada.
Y diciendo esto, Zeus lanzó un rayo desde el cielo que impactó en el pecho de Filipo, haciendo que cayera al suelo inconsciente.
Así fue como Filipo se convirtió en el hijo de Zeus y comenzó su increíble odisea por el mundo de la mitología griega.
"La democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo" (Frase de Pericles, filósofo ateniense que le dio nombre a todo un siglo. Con él llegó el esplendor máximo de Atenas y empezó todo)
Y ninguno de los dos cumplirá años nunca más. Los cumplieron todos y se hicieron eternos. Així s'ha de reaccionar davant el fracàs material d'alguna cosa: ballant.
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