AMNESIA: LA MUERTE DULCE
Hoy se cumplen tres años. Tres años desde que caí en el abismo de la amnesia, un destino incierto que me arrebató mi identidad y me dejó en la oscuridad. Doce horas, un breve parpadeo en la inmensidad del tiempo, transformaron mi vida en un enigma. Esas doce horas, tan elusivas y misteriosas como las estrellas más distantes, se han perdido en la profundidad de mi mente, creando un vacío tan vasto como el propio universo.
Para mí, esas doce horas son un lienzo en blanco, un espacio vacío en el libro de mi vida, una página arrancada de la novela de mi existencia. Si hubiera dejado de existir durante ese lapso, no habría sentido, ni dolor, ni miedo. Solo habría experimentado el dulce vacío, la pausa eterna, la última nota de una sinfonía que no recuerdo haber compuesto.
Siempre he sostenido, con una sonrisa melancólica en mis labios y una mirada perdida en algún punto indeterminado del horizonte, que si hubiera muerto en esas doce horas, nunca me habría enterado. Un suspiro, un parpadeo, una chispa que se extingue en la inmensidad de la noche. Eso es lo que anhelo. Un final sin dolor, sin miedo, sin conciencia. Un final que sería como sumergirse en un sueño profundo y apacible del que jamás despertaría.
Cuando reflexiono sobre ese episodio, siempre llego a la misma conclusión: esa es la muerte que deseo. No una muerte lenta y dolorosa, arrastrándome como un lobo herido en la nieve. No una muerte súbita e inesperada, como un rayo que desgarra el cielo en la quietud de la noche. No, yo anhelo una muerte silenciosa, tranquila, un olvido tan profundo y pacífico como las doce horas que perdí hace tres años.
Y mientras medito sobre la vida y la muerte, sobre el susurro efímero del tiempo y la imperturbable quietud del olvido, comprendo algo. La vida y la muerte son dos caras de la misma moneda, dos amantes eternos en una danza sin fin. La vida es un río que fluye incesante, siempre cambiante, siempre en movimiento. La muerte es el océano en el que todos los ríos desembocan, sereno y eterno.
En ese eterno intercambio, en esa danza sin fin entre la vida y la muerte, reside la belleza de la existencia. La vida es un poema escrito en el lienzo del tiempo, y la muerte es el punto final que le da sentido a cada palabra, a cada verso, a cada estrofa.
Así es como veo la vida y la muerte, oculto en la penumbra del olvido. Y en ese entendimiento, encuentro la paz que tanto anhelo. Porque sé que algún día, al final de mi camino, encontraré esas doce horas perdidas, y con ellas, el dulce vacío que tanto deseo.
"Escric novel•la en català perquè visc a Catalunya, copio costums i paisatges catalans i catalans són els tipus que retrato, en català els sento cada dia, a totes hores, com vostè sap que parlem aquí" (Narcís Oller, nacido el 10 de agosto de 1846 le escribió esas palabras a Benito Pérez Galdós -el de los episodios nacionales- de quién era gran amigo. Con eso se demuestra que la inteligencia está reñida con la intolerancia)
Hoy podríamos celebrar el 103 aniversario de Bobby Hatfield pero no podemos; se fue a la habitación de al lado hace 20 años. Nos desencadenó la melodía del vídeo que tod@s escuchamos con las manos en el barro. Avui ve molt a tomb la cançó amb el relat que els meus intel·ligents lectors i lectores hauran entès que està basat en un fet real. Bones i caloroses tardes.
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