EL DÍA QUE EL CIELO SE DESPLOMÓ
Era una mañana gris y húmeda en Barcelona. El verano había sido especialmente seco y caluroso, y los habitantes de la ciudad esperaban con ansia la llegada de las lluvias que aliviaran la sed de las plantas y los animales. Pero nadie podía imaginar que aquel día, el 25 de septiembre de 1962, el cielo se desplomaría sobre ellos con una furia inusitada, desatando una de las mayores catástrofes naturales de la historia de Catalunya.
En el barrio de Sant Andreu, una familia se preparaba para salir a trabajar y a estudiar. El padre, José, era un obrero metalúrgico que trabajaba en una fábrica cercana al río Besós. La madre, Carmen, era una costurera que cosía en casa para varias tiendas de ropa. Los hijos, Ana y Luis, eran dos estudiantes de 12 y 10 años que iban al colegio público del barrio. Eran una familia humilde, pero feliz, que había llegado a Barcelona desde Andalucía unos años antes, buscando un futuro mejor.
- Vamos, niños, no os entretengáis - les decía Carmen mientras les daba el desayuno - Hoy parece que va a llover y no queremos llegar tarde.
- Mamá, ¿por qué no podemos quedarnos en casa? - se quejaba Luis - No me gusta la lluvia.
- Porque hay que ir al colegio, hijo - le respondía Carmen con paciencia - La lluvia es buena, nos trae el agua que necesitamos.
- Sí, pero también nos moja y nos ensucia - replicaba Luis.
- No seas tan quejica, Luis - intervenía Ana - A mí me gusta la lluvia, es divertida. Además, podemos saltar en los charcos y hacer barquitos de papel.
Bueno, bueno, no discutáis - les cortaba José - Lo importante es que llevéis el paraguas y el chubasquero por si acaso. Y cuidado con el río, que puede crecer mucho con tanta agua.
- No te preocupes, papá - le tranquilizaba Ana - Sabemos lo que tenemos que hacer. ¿Verdad, Luis?
- Sí, sí - asentía Luis sin mucha convicción.
- Pues nada, a por el día - les animaba José - Yo me voy ya a la fábrica. Os quiero mucho.
-Nosotros también te queremos, papá - le decían los niños al unísono.
-Adiós, cariño - le despedía Carmen con un beso.
José salió de la casa y se dirigió a la parada del autobús. El cielo estaba cada vez más oscuro y amenazante. Se oyeron unos truenos lejanos y empezaron a caer las primeras gotas de lluvia. José abrió el paraguas y se lo colocó sobre la cabeza. Pensó que quizás aquel día sería mejor coger el metro en lugar del autobús, pero ya era tarde para cambiar de idea. Además, no le gustaba mucho el metro, le parecía un lugar frío y oscuro. Prefería el autobús, donde podía ver la ciudad y charlar con los compañeros de trabajo.
Mientras tanto, Carmen terminaba de arreglar la casa y se ponía a coser unas prendas que tenía pendientes. Le gustaba su trabajo, aunque fuera duro y mal pagado. Le permitía estar en casa y cuidar de sus hijos. Además, tenía mucha habilidad con la aguja y el hilo, y disfrutaba creando diseños bonitos y originales. A veces soñaba con tener su propia tienda de moda, pero sabía que era una ilusión imposible. Se conformaba con poder sacar adelante a su familia con dignidad.
Ana y Luis salieron de casa poco después que su padre. Cogieron sus mochilas y sus paraguas y se encaminaron al colegio. El camino era corto, apenas unos quince minutos andando. Pero aquel día se les hizo eterno. La lluvia caía cada vez más fuerte y más rápido. Los charcos se convertían en lagos y los lagos en ríos. El viento soplaba con fuerza y hacía volar los paraguas. Los coches pasaban a toda velocidad y salpicaban a los peatones. Los niños se empapaban y se enfriaban. Ana intentaba animar a Luis, que iba llorando y temblando.
- Vamos, Luis, no llores - le decía Ana - Ya falta poco para llegar al colegio. Allí estaremos calentitos y secos.
- No quiero ir al colegio - sollozaba Luis - Quiero volver a casa. Quiero estar con mamá.
- No podemos volver a casa, Luis - le explicaba Ana - Mamá está trabajando y no nos puede abrir la puerta. Además, el colegio es más seguro que la calle. Aquí hay muchos coches y el río está muy cerca.
- ¿Y si el río se sale y nos lleva? - preguntaba Luis con miedo.
- No seas tonto, Luis - le reñía Ana - El río no se va a salir. Está controlado por unas compuertas que lo regulan. Y aunque se saliera, nosotros estamos en una zona alta. No nos pasaría nada.
- ¿Seguro? - dudaba Luis.
- Seguro - le confirmó Ana.
Pero Ana no estaba tan segura como decía. Ella también tenía miedo. Nunca había visto llover así. Era como si el cielo se hubiera roto y se hubiera vaciado sobre la tierra. Se acordó de lo que les había contado su abuelo una vez, sobre el diluvio universal que había borrado del mapa a casi toda la humanidad. Se preguntó si aquello era algo parecido. Se preguntó si Dios estaba enfadado con ellos por algún motivo. Se preguntó si sobrevivirían a aquel día.
Ana y Luis llegaron al colegio empapados y temblorosos. Entraron en el aula donde les esperaba su maestra, la señorita Marta. Era una mujer joven y simpática, que les enseñaba matemáticas, lengua, historia y otras asignaturas. Les gustaba mucho su maestra, porque era paciente y cariñosa con ellos. Les ayudaba a aprender y a resolver sus dudas. Les contaba historias interesantes y divertidas. Les hacía reír y jugar.
- Buenos días, niños - les saludó la señorita Marta - ¿Qué tal habéis venido?
- Mal, señorita - respondieron los niños al unísono - Hace mucho frío y llueve mucho.
- Ya lo veo, estáis calados - observó la señorita Marta - Vamos a secaros un poco. Traedme vuestras mochilas y vuestros paraguas.
Los niños le entregaron sus mochilas y sus paraguas a la señorita Marta, que los colocó en un rincón de la clase. Luego les dio unas toallas para que se secaran el pelo y la cara. Les dijo que se quitaran los chubasqueros y los zapatos mojados, y que se pusieran unos calcetines secos que tenía guardados en un armario. Les ofreció unas galletas y un vaso de leche caliente para que entraran en calor.
-Gracias, señorita - le agradecieron los niños.
- De nada, niños - les sonrió la señorita Marta - Ahora vamos a empezar la clase. Hoy vamos a hablar de la historia de Catalunya.
La señorita Marta se dirigió al encerado y cogió una tiza. Empezó a escribir el nombre de algunos reyes y fechas importantes. Les explicó que Catalunya había sido un reino independiente durante la Edad Media, que había tenido sus propias leyes y su propia lengua. Les habló de las guerras que había sufrido Catalunya contra otros reinos, como Castilla o Francia. Les contó cómo Catalunya había perdido sus libertades en el siglo XVIII, cuando el rey Felipe V impuso el Decreto de Nueva Planta. Les dijo que Catalunya había intentado recuperar su autonomía en el siglo XX, pero que había sido reprimida por la dictadura de Franco. Les dijo que Catalunya era una nación con una cultura y una identidad propias, que debía ser respetada y reconocida por el resto de Espanya.
Los niños escuchaban atentamente a la señorita Marta. Algunos asentían con la cabeza, otros fruncían el ceño. Algunos hacían preguntas, otros guardaban silencio. Algunos se sentían orgullosos de ser catalanes, otros se sentían confundidos o indiferentes. Ana y Luis no sabían muy bien qué pensar. Ellos habían nacido en Andalucía, pero vivían en Catalunya desde hacía unos años. Hablaban castellano en casa, pero catalán en el colegio. Tenían amigos catalanes y andaluces. Se sentían parte de las dos culturas, pero también diferentes a ellas.
- Señorita Marta - preguntó Ana - ¿Nosotros somos catalanes o andaluces?
- Sois las dos cosas, Ana - le respondió la señorita Marta - Sois catalanes porque vivís en Catalunya y compartís su historia y su cultura. Y sois andaluces porque tenéis vuestras raíces y vuestra familia en Andalucía. No tenéis que elegir entre una u otra identidad. Podéis ser ambas al mismo tiempo.
- ¿Y eso no es malo? - preguntó Luis - ¿No nos van a odiar los unos o los otros?
- No debería ser malo, Luis - le respondió la señorita Marta - No debería haber odio entre las personas por su origen o su lengua. Debería haber respeto y tolerancia. Debería haber solidaridad y cooperación. Debería haber amor y paz.
La señorita Marta miró por la ventana y vio que la lluvia seguía cayendo con fuerza. Se oyeron unos truenos más cercanos y más fuertes. Se encendieron las luces de emergencia del colegio. Se cortó la comunicación por teléfono y por radio. Se sintió un temblor en el suelo. Se escucharon unos gritos en el pasillo.
- ¿Qué está pasando, señorita? - preguntaron los niños asustados.
- No lo sé, niños - respondió la señorita Marta - Pero no os preocupéis. Estamos juntos y estamos a salvo. Vamos a quedarnos aquí hasta que pase la tormenta.
La señorita Marta abrazó a los niños y les dijo que se pusieran debajo de las mesas. Les dijo que cerraran los ojos y que pensaran en algo bonito. Les dijo que rezaran si querían o que cantaran si podían. Les dijo que se querían mucho y que todo iba a salir bien.
Pero la señorita Marta se equivocaba. Aquel día no iba a salir bien. Aquel día iba a ser el peor día de sus vidas. Aquel día iban a morir más de 700 personas en Barcelona por las inundaciones provocadas por las lluvias torrenciales que también afectaron a Castellón y Baleares. El río Besós alcanzó los 3000 m³/s y la Rambla de la Viuda 1500 m³/s. El agua arrasó con todo lo que encontró a su paso: casas, coches, puentes, árboles, animales, personas. El agua se llevó la vida de José, el padre de Ana y Luis, que quedó atrapado en la fábrica cuando el río se desbordó. El agua se llevó la vida de Carmen, la madre de Ana y Luis, que quedó sepultada bajo los escombros de su casa cuando el techo se derrumbó. El agua se llevó la vida de Ana y Luis, que quedaron ahogados en el colegio cuando el agua entró por las ventanas y las puertas.
El agua se llevó la vida de muchos otros niños y adultos, de muchas otras familias y amigos, de muchos otros sueños e ilusiones. El agua se llevó la vida de una ciudad entera, que quedó sumida en el dolor y el luto.
El día que el cielo se desplomó fue un día trágico e inolvidable. Un día que marcó para siempre la historia de Catalunya. Un día que nunca debió ocurrir.
“Se puede confiar en las malas personas… No cambian jamás” (Hoy he escogido esta frase de un escritor único, William Faulkner, nacido el 25 de septiembre de 1897 para ser premio Nobel de literatura en 1949 por esa frase y alguna otra que no reproduciré aquí para no ser tildado de misógino… que me da la impresión Faulkner lo era un poquito)
Y que cumplas muchos más de los 68 de hoy y la señora del vídeo que se quede siempre así ¡por favor!... Setembre, o seca les fonts, o s'emporta els ponts...Real com la vida mateixa
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