DE LA NECESIDAD HAREMOS VIRTUD
El día amaneció gris y frío en la ciudad de Barcelona. El invierno se había instalado con fuerza y las calles estaban cubiertas de nieve. Los habitantes se abrigaban como podían y se apresuraban a llegar a sus destinos, evitando las miradas de los mendigos que pedían limosna en las esquinas.
En una de esas esquinas, junto a una iglesia, se encontraba Juan, un hombre de mediana edad que llevaba varios años viviendo en la calle. Juan había perdido su trabajo, su casa y su familia por culpa de la crisis económica y social que azotaba al país. Se había visto obligado a sobrevivir como podía, durmiendo en albergues o bajo los puentes, comiendo de la basura o de la caridad de los transeúntes.
Juan no tenía esperanza ni ilusión por nada. Se sentía solo y abandonado por el mundo. Lo único que le quedaba era su perro, un mestizo llamado Toby, que le acompañaba fielmente desde que lo encontró en un contenedor. Toby era su único amigo y consuelo, el que le daba calor por las noches y le lamía la cara por las mañanas.
Juan y Toby compartían todo lo que tenían, que no era mucho. Unas mantas viejas, una lata vacía para el agua, un trozo de pan duro para el desayuno. A veces, si tenían suerte, algún vecino les regalaba algo de comida o ropa. Otras veces, tenían que soportar los insultos o las agresiones de los que les consideraban una molestia o una vergüenza.
Pero aquel día iba a ser diferente. Aquel día iba a cambiar sus vidas para siempre.
Todo empezó cuando Juan vio a un hombre vestido con un traje elegante y una maleta salir de la iglesia. El hombre se acercó a Juan y le dijo:
-Buenos días, amigo. ¿Me permite hacerle una pregunta?
-Claro, señor –respondió Juan con educación.
-¿Le gustaría participar en un experimento científico? Le pagaré 100 euros si acepta.
Juan se quedó sorprendido por la propuesta. No sabía qué pensar. ¿Sería una broma? ¿Una trampa? ¿Qué clase de experimento sería?
-¿Qué tipo de experimento? –preguntó con cautela.
-No se preocupe, no es nada peligroso ni doloroso -aseguró el hombre-. Se trata de un estudio sobre la felicidad humana. Queremos saber qué hace feliz a la gente y cómo podemos mejorar su bienestar.
-¿Y qué tengo que hacer yo? –insistió Juan.
-Muy sencillo -explicó el hombre-. Solo tiene que venir conmigo a este laboratorio que está cerca y responder a unas preguntas. También le haremos unos análisis de sangre y unas pruebas psicológicas. Nada más. En una hora estará listo y le daré el dinero.
Juan miró a Toby, que le miraba con curiosidad. Luego miró al hombre, que le sonreía con amabilidad. Juan pensó que quizás era una oportunidad única de ganar algo de dinero y mejorar su situación. Quizás podría comprar algo de comida para él y para Toby, o alquilar una habitación por unos días, o incluso buscar un trabajo.
-De acuerdo –dijo Juan finalmente-. Acepto.
-¡Excelente! -exclamó el hombre-. Me llamo Carlos y soy el director del proyecto. Le agradezco su colaboración. Vamos, sígame.
Carlos cogió su maleta y se dirigió hacia un coche aparcado en la calle. Juan recogió sus mantas y siguió a Carlos con Toby al lado.
-¿Puedo llevarme al perro? –preguntó Juan.
-Por supuesto -respondió Carlos-. El perro también forma parte del experimento.
Juan no entendió muy bien qué quería decir Carlos, pero no le dio importancia. Subió al coche con Toby y se sentó en el asiento trasero. Carlos arrancó el motor y condujo hacia el laboratorio.
Durante el trayecto, Carlos le hizo algunas preguntas sobre su vida: su nombre, su edad, su origen, su familia, su trabajo, sus aficiones, sus sueños. Juan le contestó con sinceridad, contándole su historia de desgracia y miseria. Carlos le escuchó con atención e interés, asintiendo y tomando notas en una libreta.
-Qué vida más dura ha tenido usted, amigo –dijo Carlos al final-. Me impresiona su fortaleza y su dignidad.
-Gracias, señor -dijo Juan con humildad-. No me queda otra que aguantar.
-Pues bien, hoy va a cambiar su suerte –afirmó Carlos-. Hoy va a ser un día especial para usted.
-¿Por qué dice eso? -preguntó Juan con curiosidad.
-Ya lo verá –respondió Carlos misteriosamente.
Llegaron al laboratorio, que era un edificio moderno y blanco. Carlos aparcó el coche y bajó con Juan y Toby. Entraron por una puerta que tenía un cartel que decía: “Laboratorio de Psicología Experimental”. Dentro había un pasillo con varias puertas a los lados. Carlos se dirigió a una de ellas y la abrió con una tarjeta magnética.
-Pase, por favor -dijo Carlos invitando a Juan a entrar.
Juan entró en la habitación, que era amplia y luminosa. Había una mesa con un ordenador, una silla, un sofá, una estantería con libros y revistas, una televisión, una cafetera, una nevera y un microondas. También había una ventana que daba a un jardín con flores y árboles.
-Bienvenido a su nueva casa –dijo Carlos sonriendo.
-¿Qué? -exclamó Juan sin entender.
-Sí, ha oído bien –continuó Carlos-. Esta es su nueva casa. A partir de ahora, usted va a vivir aquí durante un año. Todo lo que ve es suyo. Puede usarlo como quiera. Tiene comida, bebida, ropa, entretenimiento, todo lo que necesita para ser feliz.
-Pero… ¿cómo? ¿por qué? -balbuceó Juan atónito.
-Es parte del experimento –explicó Carlos-. Queremos ver cómo reacciona una persona que pasa de la pobreza extrema a la riqueza repentina. Queremos medir su nivel de felicidad antes y después del cambio. Queremos saber si el dinero hace la felicidad o no.
-Pero… ¿y el dinero que me iba a dar? -preguntó Juan.
-No se preocupe por eso –respondió Carlos-. Le daré el dinero al final del año. Además, le daré 100 euros más cada mes por participar en el experimento. Solo tiene que hacer una cosa: responder a unas preguntas que le enviaré por correo electrónico cada semana. Son preguntas sobre su estado de ánimo, sus emociones, sus pensamientos, sus deseos. Nada más.
-Pero… ¿y si quiero salir de aquí? ¿y si quiero ver a otras personas? ¿y si quiero hacer otras cosas? -preguntó Juan.
-Lo siento, pero eso no es posible –dijo Carlos-. Tiene que quedarse aquí todo el año. No puede salir ni recibir visitas. No puede comunicarse con nadie excepto conmigo. No puede hacer nada que no sea lo que hay en esta habitación. Es la única condición para participar en el experimento.
Juan se quedó sin palabras. No sabía qué decir ni qué hacer. Se sentía confundido y abrumado por la situación. Miró a Toby, que se había tumbado en el sofá y bostezaba tranquilamente.
-¿Qué le parece? ¿Acepta? -preguntó Carlos impaciente.
Juan pensó durante unos segundos. Pensó en su vida anterior, en sus problemas, en sus sufrimientos. Pensó en su vida actual, en sus comodidades, en sus oportunidades. Pensó en su futuro, en sus expectativas, en sus posibilidades.
Y tomó una decisión.
-De acuerdo –dijo Juan finalmente-. Acepto.
-¡Magnífico! -exclamó Carlos-. Me alegro mucho de que haya aceptado. Estoy seguro de que no se arrepentirá. Ha hecho una buena elección.
Carlos le dio un abrazo y le entregó una llave.
-Esta es la llave de su casa –dijo Carlos-. Guárdela bien. No la pierda ni se la dé a nadie. Es la única forma de entrar y salir de su casa. Recuerde que no puede salir ni recibir visitas. Solo yo podré entrar a verle de vez en cuando para comprobar su estado y recoger los datos del experimento.
-¿Y qué pasa si tengo una emergencia? ¿O si me pongo enfermo? ¿O si el perro se pone enfermo? -preguntó Juan preocupado.
-No se preocupe por eso –dijo Carlos-. Tiene un botón rojo en la pared que puede pulsar en caso de necesidad. Le enviaré una ambulancia o un veterinario lo antes posible. Pero espero que no tenga que usarlo. Quiero que esté sano y feliz.
-Está bien -dijo Juan resignado.
-Bueno, pues ya está todo listo –dijo Carlos-. Le dejo instalado y cómodo. Espero que disfrute de su nueva vida. Nos vemos pronto.
Carlos se despidió de Juan y salió de la habitación. Cerró la puerta con llave y se fue.
Juan se quedó solo con Toby en su nueva casa. Se sentó en el sofá y miró a su alrededor. No podía creer lo que le estaba pasando. Se sentía como en un sueño o una pesadilla.
-¿Qué te parece, Toby? -le preguntó a su perro-. ¿Te gusta nuestra nueva casa?
Toby le ladró y movió la cola, como si entendiera lo que le decía.
-Pues a mí me parece muy rara –continuó Juan-. No sé si me voy a acostumbrar a esto. No sé si voy a ser feliz aquí.
Juan se levantó y fue a explorar la habitación. Abrió la nevera y vio que estaba llena de comida y bebida de todo tipo. Abrió el armario y vio que había ropa nueva y limpia de su talla. Encendió la televisión y vio que tenía todos los canales disponibles. Encendió el ordenador y vio que tenía conexión a internet, pero solo podía acceder al correo electrónico de Carlos.
-Esto es increíble -dijo Juan-. Tengo todo lo que siempre quise y nunca tuve. Pero también tengo todo lo que nunca quise y nunca necesité.
Juan se sintió confuso y abrumado por la situación. No sabía qué hacer ni cómo actuar. Se sentía como un extraño en su propia casa.
Decidió probar algunas de las cosas que tenía a su disposición. Se hizo un café con la cafetera, se puso una camisa limpia, se sentó en el sofá y cogió una revista. Empezó a leerla, pero no le interesaba nada de lo que decía. Eran noticias sobre política, economía, deportes, moda, cine, música, famosos… Cosas que no le afectaban ni le importaban.
Dejó la revista y cogió un libro. Era una novela de ciencia ficción, sobre un futuro distópico donde la humanidad estaba sometida por una inteligencia artificial malvada. Empezó a leerla, pero no le gustaba nada de lo que leía. Eran historias sobre violencia, guerra, opresión, rebelión, traición… Cosas que no le divertían ni le emocionaban.
Dejó el libro y encendió la televisión. Era un programa de humor, sobre una familia disfuncional que vivía situaciones absurdas y cómicas. Empezó a verlo, pero no le hacía gracia nada de lo que veía. Eran chistes sobre sexo, drogas, alcohol, infidelidad, mentira… Cosas que no le hacían reír ni le entretenían.
Apagó la televisión y encendió el ordenador. Era un juego de aventuras, sobre un héroe que tenía que salvar al mundo de una amenaza terrible. Empezó a jugarlo, pero no le enganchaba nada de lo que hacía. Eran acciones sobre saltar, correr, disparar, luchar, resolver… Cosas que no le desafiaban ni le motivaban.
Apagó el ordenador y se levantó del sofá. Miró por la ventana y vio el jardín. Era un lugar hermoso, lleno de flores y árboles. Se sintió tentado de salir a pasear por él, pero recordó que no podía salir de la habitación.
Se sintió frustrado y aburrido por la situación. No sabía qué más hacer ni cómo pasar el tiempo. Se sentía como un prisionero en su propia casa.
-¿Qué te parece, Toby? –le preguntó a su perro-. ¿Te gusta nuestra nueva vida?
Toby le ladró y movió la cola, como si entendiera lo que le decía.
-Pues a mí me parece muy aburrida -continuó Juan-. No sé si voy a aguantar esto. No sé si voy a ser feliz aquí.
Juan se tumbó en el sofá y cerró los ojos. Pensó en su vida anterior, en sus problemas, en sus sufrimientos. Pero también pensó en sus amigos, en sus risas, en sus aventuras. Pensó en las cosas simples que le hacían feliz: el sol, el aire, la libertad.
Y se dio cuenta de que había cometido un error.
-¿Qué he hecho? -se preguntó a sí mismo-. ¿Por qué he aceptado esto? ¿Por qué he cambiado mi vida por esto?
Juan se arrepintió de su decisión. Se dio cuenta de que el dinero no hacía la felicidad. Se dio cuenta de que de la necesidad había hecho virtud.
Y se preguntó si todavía estaba a tiempo de cambiar las cosas.
“La democracia es un sistema de gobierno que no se presta a definiciones precisas porque en cuanto se pretende definirlo o no se dice gran cosa o se acaba por decir demasiado.” (José Ferrater Mora, nacido el 30 de octubre de 1912 para ser “demócrata de toda la vida” de los que dicen muchas cosas, pero no demasiadas)
Y que cumplas muchos más de los 84 (¿ya?) de hoy y es verdad nadie te ha podido parar. Estem acabant octubre i les coses van encaixant en el puzzle de la vida. Ens quedarà una existència d'allò més terrorífica. Bona nit, mentre podem.
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