CÓMO ESTEVE DE REUS SE CONVIRTIÓ EN EL PRIMER MÁRTIR CRISTIANO POR CULPA DE UN TRAJE
Era una mañana calurosa y húmeda en los alrededores de la ciudad de Jerusalén. El sol del mes de junio ya quemaba con fuerza a pesar de ser temprano, prometiendo otro día abrasador en esta lejana y polvorienta provincia del Imperio Romano.
Por el camino real que unía la ciudad con otras poblaciones de Judea y alrededores, avanzaba un peculiar grupo de doce individuos. Eran hombres sencillos y humildes, de aspecto cansado y desaliñado. Sus sandalias raídas y sus túnicas ajadas delataban sus modestos orígenes.
El que iba al frente era un joven carismático llamado Jesús de Nazaret. Tenía el pelo largo y la barba rizada, y sus ojos brillaban con una luz especial. Era el líder de aquellos hombres, a los que llamaba sus apóstoles. Les hablaba con entusiasmo y autoridad, animándolos a seguir su camino.
Mientras tanto, en la pequeña pero próspera ciudad de Reus, un tal Esteve continuaba con su labor diaria en su modesto taller de sastrería. A diferencia de los forasteros que caminaban por el desierto, él vivía cómodamente en una casa de piedra, rodeado de sus familiares y vecinos. Era un hombre trabajador que disfrutaba de su oficio y de su vida. Confeccionaba trajes y sayas para sus conciudadanos con esmero y maestría, usando las mejores telas y los colores más vivos. Su reputación como sastre era conocida en toda la comarca, y sus clientes lo apreciaban y respetaban.
De repente, la contemplativa calma de su taller se vio interrumpida por la llegada de un mensajero agitado y jadeante. Era un muchacho joven, que corría como si le persiguiera el diablo. Entró en el taller sin llamar y se plantó frente a Esteve, que lo miró con sorpresa y curiosidad.
- ¡Esteve, Esteve, date prisa! - exclamó el mensajero, sin aliento.
- ¿Qué ocurre, muchacho? ¿Qué te trae tan alterado? - preguntó Esteve, dejando a un lado su labor.
- Un grupo de forasteros camina por el sendero, parece que llevan varios días de travesía. Sus ropas están hechas jirones - explicó el mensajero, recuperando el aliento.
- ¿Y eso qué tiene que ver conmigo? - preguntó Esteve, sin entender.
- Pues que tú eres el sastre, el mejor sastre de Reus. Tienes que ir a verlos, quizá quieran comprar algo de tu mercancía - dijo el mensajero, con entusiasmo.
- ¿Comprar? ¿Con qué dinero? Si dices que van hechos unos harapos, dudo que tengan un céntimo - replicó Esteve, con escepticismo.
- Bueno, quizá no tengan dinero, pero seguro que tienen algo que ofrecerte. Tal vez alguna historia, algún secreto, algún milagro. Dicen que el que los guía es un profeta, que hace maravillas con solo decir una palabra - dijo el mensajero, con admiración.
- ¿Un profeta? ¿Qué profeta? ¿De dónde viene? ¿Qué quiere? - preguntó Esteve, con interés.
- No lo sé, no lo sé. Solo sé que se llama Jesús, y que viene de Nazaret. Y que su mensaje es de paz, justicia y amor. Eso es lo que dicen los que lo han visto y oído - dijo el mensajero, con emoción.
- Vaya, vaya. Eso suena muy bien. Pero también muy raro. ¿Qué hace un profeta de Nazaret por estas tierras? ¿Qué busca en Reus? - preguntó Esteve, con curiosidad.
- No lo sé, no lo sé. Pero si quieres averiguarlo, tendrás que ir a verlo. Anda, Esteve, no seas tonto. Aprovecha esta oportunidad. Quizá sea la más importante de tu vida - dijo el mensajero, con insistencia.
El noble sastre Esteve no lo dudó. Rápidamente cogió algunas de sus mejores prendas recién terminadas y salió presuroso hacia el camino, donde divisó a lo lejos la peculiar comitiva.
Al llegar al camino, Esteve se encontró con el peculiar grupo, liderado por un apuesto joven de abundante barba y cabello, de mirada dulce pero poderosa. Era Jesús de Nazaret, el profeta que había despertado la curiosidad de Esteve. A su lado, iban sus doce apóstoles, hombres rudos y toscos, de aspecto cansado y desaliñado. Sus sandalias raídas y sus túnicas ajadas contrastaban con las de Esteve, que lucía un traje blanco y limpio, un cinturón dorado y un sombrero negro.
- Saludos, forasteros - dijo Esteve cortésmente, acercándose a ellos con una sonrisa - Veo que lleváis días de caminata bajo este inclemente sol. Permitid que os ofrezca ropas limpias y frescas para proseguir vuestro viaje.
Jesús y sus apóstoles se miraron sorprendidos por la generosidad de aquel desconocido. El maestro esbozó una sonrisa y dijo:
- Tu corazón es grande, honorable sastre. Aceptamos tu ofrenda con gratitud. A cambio, te pronostico que serás el primero en llevar a cabo mi mensaje de amor mediante el martirio.
Esteve se quedó perplejo ante aquella extraña profecía, pero no le dio importancia. Pensó que era una forma de hablar del profeta, o una broma de mal gusto. Así que se quitó su traje y se lo ofreció a Jesús, que se lo puso con agrado. Luego hizo lo mismo con los demás, repartiendo sus prendas entre los apóstoles, que las recibieron con alegría. Pronto, los forasteros cambiaron su aspecto, y parecieron más dignos y elegantes. Esteve se vistió con las ropas que le habían dejado, que le quedaban grandes y sucias. Pero no le importó. Se sintió satisfecho por haber hecho una buena obra, y por haber conocido a aquellos hombres tan especiales.
Esteve se vistió con las nuevas prendas y partió con la extraña comitiva, sin imaginar su cruel destino.
Pasaron los años y Esteve se convirtió en el primer diácono de la nueva religión. Siguió a Jesús hasta su muerte en la cruz, y luego se dedicó a predicar su evangelio por todo el mundo. Su fama de santo creció entre los fieles, que lo admiraban por su bondad y su valor.
Pero no todos lo querían. Los necios apóstoles, sobre todo el impulsivo Pedro, sentían celos de él. Lo veían como un intruso, un advenedizo, un aprovechado. No soportaban que fuera el favorito de Jesús, ni que llevara su traje. Así que un día, decidieron acabar con él. Lo acusaron falsamente de herejía y lo llevaron ante el sanedrín, el tribunal judío. Allí, lo condenaron a morir lapidado, la peor de las muertes.
Esteve no podía creer lo que le estaba pasando. Se sintió traicionado, engañado, abandonado. Quiso defenderse, pero nadie lo escuchó. Quiso huir, pero nadie lo ayudó. Lo torturaron, lo humillaron, lo apedrearon.
Mientras agonizaba, recordó el día en que conoció a Jesús y a sus apóstoles. Recordó el gesto que tuvo con ellos, al regalarles sus ropas. Recordó la profecía que le hizo Jesús, al decirle que sería el primero en llevar a cabo su mensaje de amor mediante el martirio. Y entonces, se arrepintió. Se arrepintió de haber regalado aquellas ropas. Se arrepintió de haber seguido a aquellos hombres. Se arrepintió de haber creído en aquel profeta.
- ¡Malditos sean, malditos sean! - exclamó con su último aliento - ¡Me han engañado, me han robado, me han matado! ¡Estos apóstoles me deben una indemnización! ¡Juan, tu padre es abogado, a ver si puedes reclamarles algo!
Pero nadie lo oyó. Nadie le hizo caso. Nadie le hizo justicia. Solo Dios, que lo miró desde el cielo y se rió de su ironía.
"Es más fácil ser un amante que ser un esposo, por la sencilla razón de que es más difícil ser sensato todos los días que apasionado de vez en cuando." (Julien Benda, nacido el 26 de diciembre de 1867 y después de ser un apasionado durante toda su vida, al final se hizo un hombre sensato –o no- y abrazó el comunismo)
Y que cumplas muchos más de los 52 de hoy y no te metas más que en las batallas de la vida. Es van abraçar amb força, sabent que era la seva última batalla. Ell li va dir que creia en la llum, que no perdés l'esperança. Ella li va dir que ho estimava, que no es rendís. Es van besar amb passió i es van llançar al foc. Van lluitar fins a la mort, per un món nou i valent.
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